La luz ya entraba en la tienda. Me despertaba y volvía
a dormirme en intervalos que, pareciendo largos, serían cortísimos, como en el
tren. En uno de esos lapsos de semiconciencia advertí que la marea estaría alta,
pues el mar se oía de seguido. Pero no fue el mar el que me despertó definitivamente, ni la luz con su pajarera
banda sonora.
Fue primero un ruido metálico, voces, silbidos, y
después unos mugidos que parecían salidos de las mismas entrañas de unas vacas.
Eran los pastores que llegaban para llevarse a los terneros del castro Borizo. Luego los golpes
de las pezuñas en el suelo del camión, los berridos de los lechales, el
gorigori de las madres. Arrancó el motor y ahí quedaron, junto a la verja, llamando
a sus crías todo el día y toda la noche.
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