Una merced inesperada pero no pequeña que le debo a la
paternidad es que mientras antes iba al trabajo como quien baja a la mina ahora
voy, como quien dice, a descansar. Salgo de casa con tiempo. Los diez minutos
de paseo hasta el conservatorio, además de ayudarme a bajar la comida, me
procuran la necesaria porción de campo y cielo. Raro es el día que no veo al
pito real, o al petirrojo, o unas cogujadas. Vienen ahora, además, los sucesivos
aromas de la flor del almendro, la genista o las celindas, que aquí llaman
azahar. Ya en el aula, escucho, me siento, me levanto, toco, bajo por un café,
hablo con los alumnos… descanso, en definitiva, de la infantil tiranía –en
clase sí mando yo, aunque luego no me hagan ni caso– a que estoy sujeto con
Laura y Andrea por las mañanas.
Cuando éstas se dan bien acabo, como Víctor Botas en aquel poema, tan jodido y feliz como furcia de hotel en noche de congreso. Si se dan mal, no acabo feliz. Al final todo se resume en no enfadarse, en recordarse a uno mismo ante una rabieta, una envidiosa llantina o un sofá pintado con bolígrafo, que todo está bien, que están sanas, etcétera. Porque de ese empeño, el de no enfadarme, depende mi alegría y, colgando de ella, la de las niñas. El asidero moral al que me agarro para llegar a ella es condicionar mi estatura paterna, y de paso humana, a la siguiente proporcionalidad inversa: ésta será mayor cuantas menos veces me enfade. Y así vamos tirando.
Cuando éstas se dan bien acabo, como Víctor Botas en aquel poema, tan jodido y feliz como furcia de hotel en noche de congreso. Si se dan mal, no acabo feliz. Al final todo se resume en no enfadarse, en recordarse a uno mismo ante una rabieta, una envidiosa llantina o un sofá pintado con bolígrafo, que todo está bien, que están sanas, etcétera. Porque de ese empeño, el de no enfadarme, depende mi alegría y, colgando de ella, la de las niñas. El asidero moral al que me agarro para llegar a ella es condicionar mi estatura paterna, y de paso humana, a la siguiente proporcionalidad inversa: ésta será mayor cuantas menos veces me enfade. Y así vamos tirando.
Completamente de acuerdo... Qué importante es el rato de trabajo para desconectar y sentirse adulto, je, je... y también el no enfadarse, respirar, estar tranquilo en medio de ira descontrolada. Aunque también, a la vuelta a casa, llegas con unas ganas de niñas, como si hubieras estado fuera un mes. Qué ganas de achucharlas, de ver esas caras tan entusiasmadas de verte, ¡mamáaaaa! y se te olvida todo, que esas niñas a veces chillan y se enfadan como si fuera la guerra. Así que es buen asunto: contento al trabajo, contento a casa.
ResponderEliminarAhora llegan las vacaciones, ya no habrá mucha tregua. Tan sólo los ratos en que nos libere un poco la pareja, o la familia... En esos ratos hay que estar atento y no desaprovecharlos (si estás en casa, te llaman las cosas y las tareas a gritos). No hay que escuchar y hacer algo que te guste, ni siquiera descansar, porque eso no llena tanto (salvo que sea imprescindible). Hoy me regalaron uno de esos ratos y saqué la flauta. Toqué un rato de Bach y otro poco de Faurè, recordando lo bello que es, lo mucho que necesita mi alma la música (y lo poco que la alimento), los ratos de estudio de aquéllos pasajes más complicados (y lo gratificante cuando salen) y sorprendida de que salga aceptablemente bien a pesar del tiempo que hace que no lo miraba...
Pues nada, a disfrutar de todo, lo que venga... Ánimo.