EL ABANICO
En memoria del morir de mi madre
¿Qué movía tu mano, madre,
a desplegar las varillas, a batir las alas
del aire que ya apenas respirabas?
¿Cómo tus dedos de muñeca quieta
una y otra vez las desplegaban
y en ciego cumplimiento de una orden
volvían a plegarlas?
Ya estabas, madre, sola y muda
y muerta para el alma;
ya nos habías ido soltando
a tus hijos y a tu casa,
pero en tu mano de cera el abanico
se abría y se cerraba.
¿Era el último hilo
que a tu labor sin fin fin reclamaba
y que en un ciego afán sin nombre
tu mano al aire lo enhebraba?
¿O era quizá que fuera ya de ti
un hondo mandamiento te empujaba
a seguir aventando al mundo
de su polvo y de su paja?
¿O tal vez sería que las cosas
que tú en vida tocaras
de ti no querían desprenderse todavía
que eran cosas por ti y se resistían
a tornar al hueco de su nada?
¿Pudiera ser, señora mía,
que fuera el abanico solo
quien tu mano agitaba?
Asombrados seguíamos
aquel revuelo de alas
de terca mariposa
que su adiós dibujaba
con trazo enamorado
en torno de tu cara.
Ya se habían para ti borrado,
madre, las familiares caras;
ya sorda en el vacío te perdías,
y ni el dolor ni mi voz ya te alcanzaban,
pero allí todavía el abanico
en tu mano se abría y se cerraba.
Hospital 17-II-2003
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