domingo, 27 de agosto de 2017

DIARIO DE MADEJUNO, I



Me duermo. Quería salir de casa a las 6 y lo hago a las 8. Voy otra vez al macizo central. Esto que lee serán variaciones sobre el mismo tema, pero el mismo tema nunca suena igual en la montaña, cambian la luz, el cielo, el ánimo de uno. Subo en el teleférico de Fuente Dé con un grupo de sudamericanos. Esas mismas pláticas que mueven, de llegarme con acentos y maneras de Getafe o Altea, me pondrían bien misántropo, pero su boca las unge de una inocencia que me resulta fraternal y entrañable. Los pobres no han tenido suerte con el día. Niebla. Ante el vértigo del funicular, uno sostiene: “Mejor, así no vemos el vacío.” Otro, lo contrario: “Pero no ver nada da más incertidumbre.” Llegamos. Echo a andar con la esperanza de que la niebla, a la que los sudamericanos hacen fotos a falta de otra cosa a que hacerlas, quede abajo al ir cogiendo altura. Mi intención es subir alguno de los picos de la cordada paralela al camino que llega desde El Cable hasta el collado de Horcados Rojos: Altaíz, San Carlos, Torre del Hoyo Oscuro y Madejuno (la cresta que sigue desde éste hasta el Llambrión, pasando por el Tiro Llago, la Peña Blanca y el Tiro Tirso, es, de las de Picos de Europa, la más apreciada por los escaladores, pero yo solo ando). El ataque a los picos de Altaíz y San Carlos se hace desde la Horcada Verde, y a la Torre del Hoyo Oscuro y Madejuno desde el Tiro de Casares. En la montaña uno hace sus planes y luego las circunstancias mandan. La niebla es cerrada y meona. Como se cuenta mayormente lo que se ve y ver, hoy, se ve poco, viene al caso explicar que los tiros, a los que sigue un apellido, son los lugares en que se apostaban los cazadores para abatir a los rebecos. En origen eran collados y lugares de paso de los animales que a veces terminaron dando nombre a la cumbre más cercana.
En la Vueltona giro hacia las abandonadas minas de Altaíz, donde hay un campamento de espeleólogos, curiosa fauna. El camino llega hasta Fuente escondida, que está seca, y sigue por un pedrero a cuyo pie hay una bocamina. A la curiosidad vence la prudencia, y sigo. El cielo no se me puede caer encima. Tras hora y media desde la Vueltona, diviso un collado que no puede ser otro que la Horcada Verde. Pero lo desmiente la ausencia de hierba en él. Será uno anterior, pienso. Aquí la niebla quiere levantar y se entrevé una cumbre a la izquierda del collado de subida rápida y fácil. Me apetece soltarme la niebla y lo subo. El buzón de cumbre me depara la sorpresa de que es el tercero de los picos de la cresta, la Torre del Hoyo Oscuro, lo que quiere decir que he pasado sin darme cuenta bajo la Horcada Verde, que se divisa más a la izquierda, y he llegado al Tiro Casares. A la derecha, el Madejuno. 


Bajo de nuevo al collado, otra vez entre la niebla, y tiro de a hecho hacia su base en busca de la gran llambria por la que se sube. Aunque la piedra mojada es mala y la niebla no levanta, quiero tantear. Pero no doy con la llambria. Tengo dos opciones. O volver sobre mis pasos hasta el Tiro Casares y ahí seguir la senda que lleva a Cabaña Verónica, o bajar en línea recta hasta que me cruce con ella, con lo que espero acortar. Mitad pardillez, mitad cientovolandismo, me decido por lo segundo, lo que me vale estar cuatro horas, que parecen cuatrocientas, robinsoneando por un terreno caótico entre una niebla que ya no va a levantar, dando vueltas como un caballo de noria. Un par de jitos me hacen cambiar de dirección. Luego desaparecen. Despeja un poco y me veo rodeado de peñas, en medio de un jou. Hay que subir, pero ¿hacia dónde? Sé que debo caminar hacia el norte, pero el terreno manda y me lleva como a reina sacada antes de tiempo, amenazada por caballos, alfiles y peones. Finalmente doy con la marca de pintura roja que indica el camino a Cabaña Verónica. La alegría no es pequeña. Lo sigo hasta que me viene Dios a ver, multitransfigurado en varios jóvenes que me alcanzan. “Buenas. ¿Hacia dónde vais?” “A Jermoso por el Tiro Casares. ¿Tú también?” Me quedo blanco. “O sea que Cabaña Verónica es para el otro lado. Mierda pa mí.” “Nada. Puntos rojos, no tiene pérdida.” Nueva pardillez: al dar con el camino, mirar solo en un sentido y no ver hacia dónde iba el otro. Intento que la noticia buena, tener ya seguro el camino hasta la cama en que dormiré, se coma a la mala, una media hora perdida a mayores, que, deshecho ese tramo que hice en sentido contrario, será una hora, calado y ya más que cansado. Con la tontería (el día entero), llego al refugio de Urriellu a las ocho, hora del rancho.

IO ECHO


IO Echo: "Harm" (de Harm, 2017)

martes, 15 de agosto de 2017

DÍAS BAJO EL CIELO

Un libro. Un hombre que ha adoptado un pueblo, el de su mujer, y con él un paisaje, una luz, unas gentes, unas costumbres. Bien me conoce quien me regaló Días bajo el cielo. La edición, preciosa, es de Pepitas de calabaza. Su autor, José Ignacio Foronda. El asunto, su búsqueda de soledad, su querencia por los paseos lentos, su refugio lector, su resignación ante verbenas y dianas. Sólo tengo que cambiar la ribera del Duero por La Rioja. Se diría que son los mismos el cielo, la vegetación, el decadente paisaje físico y humano. Foronda, poeta autor de Libro de familia, explica aquí cómo fue naciendo este libro a la vez leve y con peso, en el mejor sentido de ambas palabras. De esto se trata:


No sé muy bien a qué he venido, pero aquí estoy. Aquí, sobre este cuaderno, en vez de estar ahí fuera, bajo el pino, con los demás.

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De los tres pinos el mayor es el que está solo. Dicen que es tan grande porque está más cerca del pozo, pero yo creo que está tan fuerte, tan hermoso, tan verde y tan lleno de vida porque a su sombra se desarrolla la parte hablada de los veranos de la familia.

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Fiestas de San Roque. Sólo me apetece leer. Ni siquiera me apetece pasear por los campos. Siempre igual: esta maldita misantropía, esta indiferencia, este silencio. Noto que tengo la voluntad anulada, o mejor, que sólo busco libro o soledad. Aquí no me siento dueño de mí sino atado a otras voluntades que obedezco por temor a ser ingrato, desagradecido, maleducado.

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Por el aire se esparce el olor de las uvas rotas y del mosto virgen. Ojalá se les grabe a los niños este olor en la memoria. Yo lo aprendí cuando G. me regaló este pueblo.

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¿Cómo vería estos campos si hubieran sido el lugar de los juegos de mi niñez? ¿Qué me dirían si la novedad que les busco o las sorpresas que me regalan fueran veladas o iluminadas por la memoria? Tal vez entonces no quisiera poner en ellos la pizca de poesía que intento darles, o tal vez estos campos -las piedras, las matas, los olivos, las viñas- hablarían de mí en vez de hacerlo de su verdad. Y por eso me alegro de no haber sido niño aquí: puedo ensayar la mirada.

viernes, 11 de agosto de 2017

PANEL, TÚNEL Y SEMITÚNEL

El mismo instinto que me llevaba a conducir más despacio cuando iban las niñas, tan cucas, en el huevo, me hace ahora acelerar. Y claro que no me gusta, pero el coro es a veces más insufrible que un sprechgesang a dúo. “¡Pitito, pitito!” [chupetito, chupetito], reclama Andrea entre crecientes sollozos. Mientras, Laura exige: “¡Túnel, túnel!” Cuando entramos en un túnel, la del pitito: “¡Calle, calle!”. Las piruetas persuasivas de su madre para capear el temporal, con una paciencia que me pasma, apenas logran mitigar la rebelión uno o dos minutos. Lo del túnel empezó como un recurso perfecto. En realidad anunciábamos un túnel cada vez que pasábamos bajo otra carretera o incluso un panel luminoso. Pero cuando llegaron los túneles de verdad ya no se conformaban con paneles: “¡No túnel, no túnel!”, denunciaban a coro. Les gustó  las primeras veces la idea del túnel vegetal que forma la unión de las ramas de los árboles a ambos lados de la calzada. Incluso atisbé por el retrovisor los ojos ilusionados de Andrea ante el anuncio de un semitúnel vegetal. Mañana nos vamos a Portugal. 6 horas de coche. Harase con nocturnidad.

miércoles, 2 de agosto de 2017