miércoles, 30 de diciembre de 2020

NO ME SALEN LAS CUENTAS

A punto de tirar de la cadena de este año, se oye mucho este chascarrillo: “al menos esta vez en la cena de Nochevieja no tendremos que aguantar al cuñado pesado”. Todo el mundo tiene un cuñado pesado pero nadie es el cuñado pesado.


miércoles, 23 de diciembre de 2020

POLIZÓN

Podíamos haberle llamado Sevino, como el perro aquel que se quedó uno de la obra porque, decía, «cuando ya nos marchábamos se vino con nosotros». Pero “Polizón” está muy bien puesto, y fue cosa de Sara. Sucedió así: al llegar del trabajo y cerrar la puerta del coche, escuchó unos maullidos tiernos que salían del motor. No se atrevió a mirar, no fuera a contemplar un desaguisado, así que subió para que abriera yo. Al levantar la tapa vimos un gatito como unas flores mirándonos ojiplático. Era más pequeño que un panete. Cuando fui a echarle mano se escurrió motor abajo y echó a correr hasta meterse en otro coche (se ve que tenía la técnica muy desarrollada). Hubo que localizar entre los vecinos a su dueño, y ya por fin se dejó coger.

Era, ya digo, precioso, con un algo de siamés, aunque se le veía que era gato de muchas leches. Nuestro polizón tenía estrella: había sobrevivido a un viaje de 15 kilómetros en el motor de un coche, como sobreviviría meses después a una caída desde un tercer piso. Hicimos alguna pesquisa para localizar al dueño del gato, pero con cierta desgana, la verdad sea dicha, pues nada más ver aquellos ojos Sara y yo supimos que ya seríamos tres. Cuando le planteaba mis dudas, ella me miraba de aquella manera en que no hacen falta las palabras, la mirada de la maternidad o la del sí. Ni que decir tiene que esos primeros días teníamos a Polizón a qué quieres, boca. Era muy cariñoso, y a la vez se le veía que tenía ya sus camándulas, y en ello se apreciaba lo callejero de sus primeras letras, cosa ésta que a mí, no sé por qué, me ponía orgulloso. Tenía, como buen gato, los dos extremos. Mayormente lagotero, se quedaba dormido en el regazo patas arriba, y parecía imposible que saliera un ronroneo tan potente de un cuerpo tan pequeño. Se le pasaban a uno las horas mirándolo sin que hiciera falta más. Pero de pronto despertaba y en cero coma le entraba la selvatiquez propia de las cachorrerías y los juegos de sus pocas barbas.

Una mañana, pasados unos meses, me llamó la atención que al abrir la ventana de la habitación pequeña no acudiera como siempre con su trotecillo para, apoyado en la mesa, asomarse a la calle. Así había hecho esa misma mañana, como todas las mañanas al ventilar la casa. Agité la caja de las chuches, y tampoco. Peiné la casa. Nada. Decidí bajar. Quiso la suerte que debajo de la ventana haya unos macizos de lavanda y romero. Cuando le vi amonado entre ellos me tiraba ceños como no lo había hecho nunca, y al ir a echarle el guante me bufaba de una manera que me hizo recordar aquello que decía Borges de que Dios creó al gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre. Distrayéndole con una mano, le enganché con la otra. Lo puse en el regazo y ya no se movió. Tenía algún arañazo en el hocico y en un párpado. Pero salvo esto y una recancanilla que le duró unos días, «no hubo que lamentar daños». Aquí has gastado otra vida, compañero, le decía. Ya te quedan cinco, y tienes medio año, mira a ver…

A raíz de esto le operamos, no fuera el olor a hembra lo que había empujado al amigo a alzar el vuelo. Pero le quedó un resto de hombría que de vez en cuando se manifiesta en un chocante ritual: se coloca encima de una manta y la muerde mientras va rotando con las patas traseras y bombea al aire. Me figuro que esto viene a ser su onanismo, y yo lo respeto y aun lo fomento, porque entiendo que de vez en cuando es necesario descargar tensiones.

Hubo otro gran susto cuando Polizón se escapó durante las fiestas de Zazuar. Impotencia mayor no conocieron mis días que la de castigar los corrales abandonados con sus tapias durante aquellas largas 50 o 60 horas. Apareció el tunante en el momento exacto en que mi cuñada, que comparte con Poli la afición noctívaga, volvía de la verbena.

Pero volviendo a los rituales, se diría que Polizón vive de momentos. Uno de ellos es al hacer la cama. Viene enseguida a ayudarme. Se mete bajo las sábanas para atacar en el momento de pillarlas en el colchón. Es un lance arriesgado, pues va con todo y ahí no controla. Pelear con él también me sirve a mí para desfogarme, y acaba huyendo con cola de zorro para reaparecer en el momento en que pongo los cojines, al acecho de mi mano provocadora, que raro es el día que no se lleva alguna tarascada.  

Pero el súmmum para Polizón es el momento del cepillado. No tiene límite. Cuando ha llegado la noche sin que le hayamos pasado la carda, maúlla desabrido ante tamaño desafuero. Si estoy recogiendo la cocina y tiene que esperar, va bajando humos hasta que acaba implorando. Me ve entonces coger el cepillo y trota hasta la esquina del comedor, donde se tumba justo debajo del radiador (sitio más incómodo no habría). Tengo observado que cuando estoy cansado le cepillo más fuerte, y esto me recuerda a abu, que ponía fin así, a las bravas, a los rascamientos que yo le solicitaba. Cuando es Polizón el que se cansa, me tira un mordisco sin decir agua va. Aprovecho ese momento para quitarle las legañas y las zurrapas del culo, y si sigue tierno, proceder a un corte de uñas no apto para pusilánimes; tanto es así que creo que voy a empezar a utilizar guantes.

Llega por fin la hora de irse a la cama. Polizón duerme con nosotros (esa batalla la perdí bien pronto). Es entonces cuando aprovecho para leer por fin tranquilamente. Pero no. Todo su afán es colocarse entre mi cara y el libro, pero de espaldas, de manera que queda su ano a dos centímetros de mi nariz. Se inicia ahí un forcejeo que acaba con él a los pies de la cama. Tiene luego rachas de sueño terribles, días en que se diría que no ha hecho otra cosa que dormir. A mí también me pasa todos los años al inicio de las vacaciones de verano, donde no perdono la siesta del carnero (creo que Juan Ramón Jiménez también habló de su «época letárjica»).

Polizón, Poli, Polizonchi, Polizonchíbiris, Gatusquini, Gatus… No hay día que no demos las gracias por tenerle con nosotros.



lunes, 14 de diciembre de 2020

APRENDER A ESPERAR

No tengo como antes los poemas en la cabeza. No intento relacionar lo que veo, escucho o leo con ellos. No llevo libreta encima. Y escribo mejor (esto está muy mal decirlo, pero viene al caso y me importa ser claro). Quizá la poesía sea como el sexo, no es cuestión de cantidad, sino de intensidad. Puedo estar casi un año sin escribir un poema, pero de pronto llegan tres en dos días, como lágrimas calientes sin porqué, porque hacía ya mucho. Últimamente es así. Y yo obedezco.


jueves, 10 de diciembre de 2020

SÓLO ESTE MOMENTO


SÓLO ESTE MOMENTO


                                                   No dabas tú contigo. Caminabas

                                                   absorto río arriba hacia la presa.

                                                   Nadie había, diríamos, allí

                                                   si nadie fuera tanto:

                                                   el agua hermana, otra y la misma, el frágil

                                                   patinar de zancudos zapateros

                                                   como lluvia incipiente,

                                                   el sol entre unos chopos rumorosos

                                                   o un rebullir de insectos al trasluz

                                                   como motas sonámbulas de polvo

                                                   entre otros muchos mundos.

                                                   Y allí, en aquel lugar,

                                                  te esperaba la paz que te negabas.


                                                  No fuiste tú, tu infancia se bañó.

                                                  Al agua confidente fuiste echando

                                                  una a una las penas

                                                  y ninguna flotaba.

                                                  Y fue aún mejor que el río

                                                  se hizo niño también, niña la tarde,

                                                  niño el aire de julio al que secaste

                                                  un cuerpo casi alma.

                                                  Y allí mismo escribiste

                                                  a punta de navaja en el tortuoso

                                                  tronco de un salce “sólo este momento”,

                                                  tributo emocionado

                                                  al piadoso, fiel dios del instante.


(De Hilo de nada, Eolas, 2020)