Asisto en un bar a un concierto de blues y
aledaños (country, folk, rock and roll, rithmy and blues) ofrecido por un dúo,
guitarra solista y voz-guitarra rítmica.
Por supuesto que si el concierto estaba anunciado
para las nueve y media nos daban las diez y no había indicios de que fuera a
comenzar, circunstancia ésta desgraciadamente habitual aun en los conciertos de
pago y aceptada sin mayor protesta que tímidos gestos de disconformidad por
parte del respetable. ¿Motivo? Los organizadores retardan el inicio para que
llegue más público y el que ya hay consuma más. Sutil genialidad.
Es ese tiempo muerto el de la charla, pero también el del discreto escrutinio de los asistentes, estímulo tantas veces suficiente. De primeras llama la atención la media de edad, mayor que en otros conciertos, lo cual suele redundar en un ambiente más cálido y relajado. En definitiva un auditorio ilusionado, transparente, diríamos que inofensivo.
Enseguida despierta mi atención un joven que dirige entusiastas comentarios a varios acompañantes. Una de sus frases me llega para no marcharse:
–Huele a Mississippi.
–De momento huele a media hora larga de
retraso –me inmiscuyo, tanteando el terreno. No tiene más remedio que darme la
razón:
–Además no te creas que están probando, es que
están en la barra tomando unos cacharros.
Quien así cohesiona a su grupo con tales comentarios es un tipo enjuto, pequeño, con un denso tupé que desproporciona su cabeza con el resto del cuerpo. Viste un jersey demodé que le hace el flaco favor de achicar aún más su figura. Su situación, perfecta, (justo delante de mí) me otorga el prometedor aliciente de su seguimiento. Ya no soltaré la presa.
Al fin suben los músicos y el público toma posiciones. La primera fila la completan espectadores serios, con gesto escrutador y reconcentrado, sospecho que guitarristas todos, alguno tal vez suscriptor de la revista “Psicópatas del mástil”. Sea como fuere, parecen más interesados por el plano técnico que por la propia música.
Mi anterior interlocutor está encantado. La última palma es la suya al concluir la primera canción, y fuerza la mirada de dos amigos mientras se señala el brazo y ladea la cabeza. El mensaje es claro: carne de gallina. También los interpela al corear un estribillo a petición del cantante, la boca abierta sin usura, cabeza hacia atrás, fruncido el ceño. Su estilo de baile, si tal se le puede llamar, consiste en un cabeceo más o menos brusco hacia atrás en cada pulso y la rítmica batida de la pierna derecha, el peso sobre la izquierda, como si estuviera hinchando una colchoneta con un inflador de pie.
Mientras tanto sube la temperatura. El ambiente se caldea. Algún silbido. Algún Monster! Los espectadores de la primera fila, que más parecen jurado de un certamen de guitarra que otra cosa, se inflaman durante un solo. Un hombre que frisaría los cincuenta, que desempolvó para la ocasión la inevitable camiseta de los Ramones, llega al punto de descruzar los brazos y adelantar una pierna. Le falta poco para recrear el universal punteo con guitarra invisible.
En un momento dado, coincidiendo con el intimista inicio de otra canción, nuestro protagonista del denso tupé se arranca con unas palmas arriesgadísimas que nadie sigue al principio, pero a las que se van sumando piadosas las de unos pocos parroquianos por no hacer el feo. En otro instante el guitarra solista –pelín exhibicionista, todo hay que decirlo– ajusta rápidamente varios controles del amplificador y los pedales sin dejar de tocar, pulsando las cuerdas en el mástil con la mano izquierda. Al enjuto no se le escapa la jugada y la comenta a derecha e izquierda.
Termina el concierto y voy a por él. Lo abordo a la puerta de los servicios.
–Al final mereció la pena el retraso –improviso–.
Sus ojos pequeños brillan al dar voz a su entusiasmo con frases atropelladas, él agradecido por mi cercanía, yo por su asistencia.
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