jueves, 1 de mayo de 2014

CONTRADICCIONES

 



















La existencia en un discurso de contradicciones, a poco que uno se piense pensando, no debería extrañar a nadie. Lo extraño sería que no las hubiese. ¿Quién estará libre de ellas? Ahora bien, negro sobre blanco, llaman la atención. En Virutas de taller (Los Papeles del Sitio), uno de esos libros que son todo sustancia, Miguel d´Ors reflexiona sobre los silencios del poeta en dos notas. En la primera advierte contra los peligros de la inercia. Aun larga, merece la pena citarse completa: 

“Uno desea expresar ciertas cosas, que vagamente siente como su verdad profunda, su mundo, e intuye, no menos vagamente, que para expresarlas ha de hacerlo con un determinado estilo. Durante años trabaja obsesivamente en busca de ese estilo, de esa voz propia, que se va concretando poco a poco y va concretando, al expresarlo, también el universo del poeta. Estos años constituyen la etapa de formación, en la cual pudiera decirse que el mundo determina el estilo o va por delante de él.

“Llega un momento, que es la cúspide de la madurez creadora, en el que la propia verdad y la propia voz coinciden maravillosamente, en una especie de acorde absoluto, en cada verso que se escribe. Universo y estilo, conocimiento y expresión, son, por decirlo así, la misma cosa.

“Pero a partir de ese momento dorado, que puede prolongarse más o menos pero nunca durante mucho tiempo, el estilo empieza a tomar la iniciativa sobre el universo: los recursos expresivos, tan afanosamente buscados y con tanto esfuerzo conseguidos para la plasmación cabal del propio mundo, empiezan a funcionar automática y autónomamente. Cada vez que uno se encuentra ante un papel en blanco, se disparan como los jugos gástricos del perro de Pavlov, obligándole al poeta a escribir cosas que ni necesita ni quiere decir, meras repeticiones de lo ya dicho. Esto es la decadencia.

“Es muy importante que no nos falten lucidez y humildad para, primero, reconocer que nuestros recursos de estilo empiezan a ser reflejos condicionados; segundo, para no aceptar tal hecho y no convertirnos en truquistas, aunque la única alternativa, al menos la única inmediata, sea el silencio. En ese silencio no será muy difícil que encontremos algo nuevo; y en la peor de las hipótesis, en ese silencio habrá una dignidad que el truquista ya no tendrá jamás.” (P. 191 y 192).

Bien dicho, piensa uno. Sin embargo, poco más adelante, y a propósito de Vicente Sabido, leemos: “Si no ha estado más presente en antologías y balances es en gran parte por culpa suya: porque escribe poco y como con pocas ganas, y con un no sé qué de evitarse complicaciones que yo le estoy reprochando continuamente, pero sin éxito. Él suele contestarme que no escribe porque no se le ocurre nada, pero esto a mí no me convence: con ese mismo tema de que no se le ocurre nada, Eloy Sánchez Rosillo, por poner un ejemplo, ha escrito unos cuantos poemas maravillosos.” Bien dicho, volvemos a pensar. Pero ¿no se contradice esto con lo que hemos leído apenas ocho páginas atrás? Entonces en qué quedamos, si a uno no se le ocurre nada (y esto no depende sólo del tema poemático, pues el tema lo hace también, entre otras cosas, el estilo), ¿debe forzar la escritura o plegarse a la dignidad del silencio?

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