martes, 19 de agosto de 2014

DIARIO DE URRIELLU, I

El Saxo sube sin problemas por la pista que une las invernales de Sotres con Pandébano, y yo sin la preocupación de que lo raye un poco más una rama, de coger un bache más o menos rápido. Ventajas de los coches viejos. ¿Metemos primera?, le pregunto. Responde con unas toses. Meto primera. No pasa nada, no es desdoro, le tranquilizo, y ya arriba, eres el mejor coche que tendré nunca. Le doy ánimos porque estará tres días al raso y sin moverse. El tiempo es perfecto, nubes y claros y de vez en cuando un refrescante lametón de niebla. Ordeno la mochila, que pesa demasiado. En el refugio de Urriellu, que tomaré como campamento base, dejaré algunas cosas y tiraré con lo del día. Empiezo a caminar. En el collado me espera la más sugestiva imagen de la felicidad. No concibo una alegría mayor que la del ternerín tumbado junto a la madre (si acaso la del toro que hace lo propio después de haber cumplido con su trabajo).

En el monte aun el mismo lugar es siempre distinto. El matiz con que se da el paisaje nunca es el mismo, ni la luz. Tampoco nosotros lo recibimos igual, por no hablar de lo olvidado, de distancias que falseaba la memoria. Paso entre las majadas de la Terenosa. Voy solo pero bien acompañado. En animado soliloquio me entretengo. Voy guardando estas impresiones en la grabadora del móvil. También hablo con las cabras que me salen al paso en el collado Vallejo. Siempre hay en los rebaños dos o tres más resabiadas que se acercan atraídas por la sal del sudor. En cuanto las otras ven que no les sucede nada las imitan. “Vaya hombre, ya estamos. Fuera, sois muy pesadas”. Y luego a una, “te pareces a J., un alumno que tuve”; a otra, “vaya tetas que tienes, ¿no?, ¿eso es normal?” Me siguen como al flautista de Hamelin. En fin, mejor cabras que ratas. De vez en cuando miro para atrás para comprobar que no me siguen, por más que el sonido de sus esquilas denote lo contrario. Pero acaso lo entiendan como una invitación. Acelero resuelto a no volver la vista. Sólo la más cerril insiste. Sentir la humedad de su aliento en la mano ya es demasiado. “No tengo nada para ti, no te quiero tirar una piedra, fuera.” Tiro una piedra cerca para asustarla. Vano intento: se acerca a ella con curiosidad y lame las trazas de sal que ha dejado mi mano. Parece bastarle. El verde va cediendo a la caliza. Oigo a un colirrojo, pájaro al que últimamente escucho en todas partes. ¿Será siempre el mismo (como el ruiseñor de Keats), que me persigue para recordarme lo que tenemos pendiente, ese nuestro poema a medias? Me cruzo con los que bajan del refugio. En el monte la gente se saluda, cruza unas palabras, pregunta por la ruta. Venir aquí es un rearme personal, pero también social. Venga, que arriba está bueno, me dice uno de los que bajan, y me conmueve ese deseo de proporcionar una pequeña alegría, de anticipar el sol que aún oculta la niebla. Me alcanzan un adolescente y su padre. “Vaya ritmo traéis.” Este, que es una liebre, contesta el hombre. "Se está vengando de la caña que le he dado todos estos años, el cabrón." Podríamos ser mi padre y yo hace veinte, veinticinco años.

Llego al refugio y como, a mis espaldas los 500 metros de la pared oeste del Naranjo. Unos franceses hablan a gritos y dan la nota, para que luego digamos de los españoles. Subo hacia la Corona el Rasu camino del refugio de Cabrones, donde dormiré. Aun con un par de kilos menos la mochila me sigue pesando demasiado. Acaso el problema son los otros 88 que hay que mover. Ojo, que hemos salvado un desnivel de mil metros, me animo en voz alta. Me hace gracia ese “hemos”, esta sana costumbre de hablar solo. Al pie de la Brecha de los Cazadores paro a beber. Sólo el sonido del viento afilando los riscos, el de algún acentor de cumbres y su eco en la roca, el de mi respiración. El aire trae alguna voz del refugio de Urriellu, y parece increíble, ya tan lejos. Llego a la collada Arenera y dudo si ir directo al refugio de Cabrones o intentar subir el Neverón. Aunque es un poco tarde, el desnivel no es mucho. Lo intento. La roca está muy suelta, los agarres no son buenos, y sobre todo me falta gasolina. Doy la vuelta. Volver por el mismo lugar de piedra deshecha me apetece bien poco. La otra opción es bajar directamente por el nevero. Parece que la nieve está bien, pero está muy pindio y no me atrevo. En cada encrucijada de este tipo recuerdo el consejo paterno, “sé prudente y no valiente”. Jugando al mus no hay mayor placer que no seguir esta máxima, pero a la montaña hay que respetarla. El regreso a la collada es tortuoso. Pienso que entre tantos buenos momentos es justo que haya al menos un instante de desaliento al día. En esos casos pienso también qué le diría a Sara para animarla, y finjo el buen animo que entonces mostraría. Ya decía que iba y no iba solo. Por fin en la collada, el camino al refugio es sencillo, llaneando y cruzando algún nevero. En uno doy con una salamandra haciendo penosos esfuerzos por salir de él. La cojo con la mano para ayudarla y me lo agradece mordiéndome.

En el refugio, además del guarda con sus dos hijos, hay un grupo cenando. Una familia de Burgos. Son las ocho. Mientras me cambio de ropa escucho su conversación, entre histórica y libresca. Me cuesta morderme la lengua en algunas ocasiones. Además, el andar todo el día solo me acerca a la gente. Da gusto oír una conversación tan enjundiosa en un lugar como este, les digo, no sé si pensando lo contrario. Viene mi cena. Sopa y garbanzos con cosas, y una manzana. Merece la pena la media pensión, se ahorra un peso engorroso y un espacio necesario. Bromeo con los de Burgos sobre la importancia en estas situaciones de irse a la cama el primero. Quien ha soportado una noche de ronquidos en un refugio, a veces en estéreo o incluso en dolby, sabe de lo que hablo. Había cierta doblez, lo reconozco, en mis palabras, pues bien sabía yo, de haber música de viento, cuál sería su procedencia. En pieza contigua al comedor están las colchonetas, veinte plazas, diez abajo y diez arriba. Los otros duermen todos abajo, acurrucados como palomas. Hace frío. Yo subo y me echo encima además de mi edredón otros dos. Duermo a rachas, pero bien.

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