domingo, 30 de septiembre de 2018

PASEO CON BARES


No me lo creo. Vuelvo del paseo gatuno y alguien se ha comido el medio sándwich que había dejado con toda la intención en la encimera. Abro la nevera y lo primero que veo son dos trancas negras que me apuntan amenazantes. Es san Froilán y hay que darle caña a la morcilla. Me suele sentar bien una magdalena con el agua que va pidiendo. Se me ocurre mejorarlo. Hay junto a las morcillas un generoso surtido de yogures. Estos de Oykos se lo están currando. Mientras disfruto de las grasas saturadas, hago resumen de la noche.
Si la meta que aguarda a quien aspira a perdurar es el olvido, no es otra la que nos va ganando durante la vida misma. Sucesivas metas volantes cada vez más cercanas. Cuántas películas olvidadas, cuántas músicas, versos, conversaciones, personas. Qué sangría. Cuesta ser optimista en esto: ¿tanto ganaremos por otro lado? Pregunto al camarero del Black dog si la canción que acaba de sonar es de Jefferson airplane. “De los Who. De los primeros Who.” Y veo que se hincha un poco. Lo que no imagina es la de veces que habré escuchado “I can see for miles”, en CD y en casette, en el Woodstock y en el coche, en greñudo y en mocho. Se pensará que en materia sesentera me lleva ventaja, pero es al revés: yo he llegado antes.
Salgo en dirección a La clave, que se ha trasladado a las inmediaciones de la plaza de santo Martino. Pero una luz como de almacén y una nula intimidad echan para atrás y paso de largo. Creo que el dueño, entre saludado y conocido, me ha visto. Dudo si recular, pero sigo adelante. Qué mínima visión de negocio. En una ubicación inmejorable, en una zona de tapas ya tan concurrida como el barrio Húmedo, sería un pub ideal para tomar esa primera copa que es tantas veces la última y la segunda última. ¿Tan difícil es disponer una iluminación acogedora y un ambiente agradable? Se ve que sí.
Cruzo la calle Ancha en dirección al Húmedo. El cierre del Local fue una avería tremenda. Entro en el Crazy. No es lo mismo pero con suerte se puede escuchar a The Smiths, Pulp o Radiohead. Ahora bien, si se pasa la noche entera se puede oír a los Guns and roses cuatro veces, y a eso no hay derecho. Son aún las doce y media y no hay nadie. Pido una cerveza. El flemático dueño, un clásico de la noche leonesa, vuelve a su taburete al lado de la música y sigue leyendo su libro. Una estampa idílica. ¿Nos mirará la Pálida sin que hayamos abierto ese bar que sea como nuestra segunda casa, un refugio a la medida de uno donde simplemente no pierda dinero y pueda pasar a gusto y con su música unas horas los jueves, viernes y sábados?
Qué noche de finales de septiembre. Entre los abedules del parque de Correos, ya de retirada, intento recordar un poema, aquí mismo nacido, a este sufrido árbol. Tampoco el olvido lo ha respetado. Quedan, como ruinas de un palomar, unos versos aquí y allá: “Se para uno a mirarte y ya le habla / del alma herida al alma tu tronco acuchillado”. Y de esos versos deberían colgar otros, como unas cerezas de otras, en defensa del hipérbaton, al que deben los poetas no sólo que les resuelvan los acentos, sino el placer lector de resolver su ecuación, de tercer grado si gongorina. "Quién para ese poema / poder plancharlo sonetista fuera".
Estaba rico el yogur. Antes de que se me olviden estas minucias me siento a anotarlas en el escritorio en que tantas horas eché durante el colegio y el instituto. Enfrente hay una foto en la que aparecemos S. y yo frente a la Peña Galicia, que ese día subimos. S. está parecida. Quizá hasta estaba más regordeta. Se nos ve felices, pero eso no quiere decir nada. Es una foto. Quizá por la noche acabáramos discutiendo por una tontería, a la porfía, que es el peor enemigo de cualquier relación. Hay que mantener al recuerdo a raya, sin caer en sus trampas. La montaña es sencilla y agradecida, con su poca altura, sus fósiles en la falla y la fácil brecha de acceso a la cresta. El misterio de la fotografía es la otra figura que sonríe a la cámara, con pelo aún, sin ceño todavía. Le miro y no me creo que haya sido yo. Los rostros de los familiares son espejos que no traicionan, escribió Azorín. Siendo así, ante el de este que me mira, ese padre mío que fui, sólo puedo pensar que el traidor soy yo. Abro la puerta de la habitación donde duermen las niñas. Su respiración deshace toda inquietud. Duermen profundamente. También S., su calor que busco para echar lo que quede a la hoguera del olvido.  

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