Me toca ir a cambiar a Laura al colegio justo antes
del recreo. Ya que he salido de casa, tomaré un café mientras hojeo El norte de
Castilla. Pero en tan inocente propósito se entromete una baja pasión: volver la
calle para ver a las niñas cómo se desenvuelven en el patio con los otros niños.
Siempre me pareció deplorable el fisgoneo de los padres durante el recreo, una
actitud que puede condicionar la libertad de los chicos. Pero en mi caso sería
sólo un vistazo y sin dejarme ver. Ya doblo la esquina cuando veo a la madre de
un compañero de Laura y Andrea oteando entre los barrotes. La visión me produce
una aversión física. No quiero que me vea, ni que piense que yo pudiera hacer
lo que ella está haciendo. Doy media vuelta. Creo que no me ha visto.
Dos horas después vuelvo para recoger a las niñas.
Está el primero en la fila el niño de la madre fisgona. Sale llorando y corre a
sus brazos. Al coincidir un tramo camino a casa, le pregunto si sabe por qué
llora el niño. No lo sabe, no se lo dice, quizá pida una tutoría a ver. “Empezó
bien, iba contento, pero los tres últimos días ha salido así...” La madre intentaba encontrar los motivos de aquel cambio. De ahí su vigilancia en el recreo. Lo que yo había
tenido por ocioso hociqueo no era sino un conmovedor amor de madre que le daba
una merecida bofetada a mi ligereza de juicio y, en la otra mejilla, a mi doble
moral.
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