lunes, 18 de noviembre de 2019

RAMÓN CARNICER



“En la cantina de la fonda, con las moscas algo más sosegadas que de día, unos paisanos, tentándose el cogote y las orejas, hablaban pausadamente ante sus vasos de vino.” Así termina Donde Las Hurdes se llaman Cabrera, en el que Ramón Carnicer, leonés de 1912, daba visibilidad, como se diría hoy, al retraso de una de las regiones de su país. Con ese libro, regalo de un amigo, tuve el privilegio de entrar en una de esas pocas voces del siglo XX en verdad únicas y tocadas por la gracia del castellano, como las de Delibes, Jiménez Lozano, Ferlosio y pocos más. Ya no se escribe un castellano así.
Hace unos días me encontré en la preciosa librería Chaminé da Mota de Oporto con otro libro suyo, Las personas y las cosas, una miscelánea que, a modo de artículos de costumbres, disecciona actitudes e inventos, comportamientos y modas, cosas, en fin, de un tiempo, 1973, que a veces nos parecen de hoy mismo y otras, más que remotas, salidas de un sueño. Es inevitable que un libro así, tan pegado al presente, envejezca antes que otros. Pocas chisteras se ven ya en los salones de baile (y pocos salones de baile también); el trámite aduanero en Andorra pasó afortunadamente a mejor vida; y ya no es masiva la costumbre de enviar christmas por Navidad. Sin embargo, ante lo que no caduca, parece que estemos leyendo el periódico de hoy, y nada estorba a la sonrisa en las páginas dedicadas al contrabajo, ya de cuerda, ya de viento (así se conoce también a la tuba), al pormenorizado análisis del estrago pilológico o a la liturgia de los bebedores rituales.
En unos y otros ensayos nos sentimos acompañados por un amigo. Fallecido en 2007, Ramón Carnicer escribe desde una bonhomía desengañada e irónica, pero nunca satírica. Su humor, o mejor, su humorismo, no es de puntazo, sino sostenido. Es el primero del que se sabe reír, y al hacerlo con otros jamás es impío. Su socarronería encuentra apoyatura en una adjetivación de la que es, quizá con Pla, maestro absoluto. Va de ejemplo: “humor muscular”, “maridos garañónicos”, “unilaterales o concordantes premuras eróticas”, “estupendas y concesivas mujeres”, y así. Hay también una gracia muy suya a la hora de insertar palabras de signo objetivo o pseudocientífico en contextos cómicos (“con la animación suministrada por unas libaciones…”) o, a la inversa, de introducir vocablos cómicos en contextos que no lo son (“si bien era devoto fidelísimo del apacible y labriego Hesíodo, no era insensible a las cachonderías de Aristófanes y otros griegos de veta socarrona”). Los neologismos vuelan aquí y allá, tan vivarachos y bien traídos que uno no puede estar seguro de que lo sean, como las ya citadas pilología (que sería la ciencia que estudia lo tocante al pelo), garañónico (relativo al garañón, ese hombre de prestaciones sexuales descollantes) o cachondería. Hay en ello, naturalmente, mucho de poesía: “¿Qué cirujano era capaz de tañer una flauta o de convertir en manantial de arpegios el vientre de una guitarra?” Es, más que la palabra precisa, la palabra inesperada que ilumina; así al referirse a los bañistas de una playa como “multitudes en variable grado de torrefacción”, al relatar que “en cierta universidad española vegetaba hace años un catedrático de química” o al referirse al tráfico de felicitaciones navideñas como “zarabanda postal”.
Reír a carcajadas entre párrafo y párrafo como hacía años, saborear una prosa viva como muy pocas. No se puede pedir más. Empecé citando, seguí citando y termino citando. “Las leyes del honor, del viejo honor español, al dimitir de los escenarios don Pedro Calderón de la Barca, fueron transferidas, con acentuada intransigencia, a estos nobles y graves libadores de nuestras tabernas.” Amén.



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