martes, 6 de noviembre de 2012

DOS PÓSTUMOS (I)

         Por bestiario se conoce a la obra en que la se describen animales reales o imaginarios –a veces también plantas o minerales- a los que se da un sentido simbólico. A tal tipología responde desde el título este Bestiario, poemario póstumo de Carlos Pujol, cuya chispeante originalidad estriba en que sus animales no se pliegan al papel de destinatarios de los poemas, sino que son ellos quienes toman la palabra. Un lector apresurado podría temerse que de tal condicionamiento sólo habrá podido salir un libro anecdótico o menor. No lo es en absoluto. Sigue a El corazón de Dios, también publicado en Cálamo, uno de esos libros que uno se llevaría a la tumba por cumplir con los dos requisitos que Mario Quintana pedía de ellos: que ayude en la vida y sepa preparar para la muerte.
En Bestiario conocemos la historia de algunos animales vivos (los menos, algunos de ellos reencarnación de humanos), juguetes, peluches o chirimbolos como la miniatura de marfil en que paró un elefante. Unos y otros, de vuelta de todo, oyen, ven y callan, pero sacan sus conclusiones. Ellos mismos nos cuentan su vida después de la vida en este “zoo de mentirijillas”. Un ratón se muerde la lengua ante las animadas conversaciones de la casa; un cocodrilo lamenta no saber leer; una tortuga envidia el humano trajín y quisiera ir por la vida “con una agenda dicen que apretada, / como los vips de muchas campanillas.”

         Aprovecha el autor la voz de sus amigos para tirar contra políticos, autores de best-sellers, o directamente contra el egoísmo y fatuidad del género humano. Dispara una rana: “Si no os reís conmigo, / ¿de quién os vais a reír? / No será de vosotros, ¡eso nunca!”. Tampoco sale bien parada la ciencia, “que nos prohíbe / creer cosas así, / imposibles y bellas”, como que la salamandra, según se creía antiguamente, “habitaba en el fuego sin quemarse.”

         En un momento dado uno de esos animales, que no por carecer de movimiento han perdido la facultad de razonar, desvía el foco hacia ese señor que sentado a su mesa los preside. Como congéneres del autor, lo que nos interesa es su relación con esta animada animalia, y eso es lo que se nos da: algunos, seguros de su superioridad, profesan desdén hacia los hombres, como el mono: “no saben / que nuestras pantomimas son escarnio / simiesco de sus aires satisfechos”; otros muestran compasión, como esa paloma que “en nuestras pesadillas imagina / poner ramas de olivo pese a todo”. Piadosa lástima que hace el camino de vuelta, pues es la misma que siente el lector por las criaturas de aquel zoo de andar por casa, por la mortal inmortalidad a que están condenados, por su inmovilidad, su desorientación y su perplejidad, como la del caballo de porcelana que pasa su vida “inmóvil y al galope”, de plantón “por la carrera que no tiene fin”. En lo que todos coinciden es en añorar su vida anterior, la soberana, la suya. “No sé si soy un perro imaginado”, dice uno de los convidados de trapo, “pero si puedo recordar, existo.” Igual sigue existiendo, en su obra y en nosotros, el poeta.

1 comentario:

  1. Cumplida y hermosa reseña, de un libro que pienso leer pronto. Un abrazo.
    Salud

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