sábado, 12 de octubre de 2013

PACIENCIA

       Tenía clase con A. Es una adolescente muy desarrollada para su edad. Sin ser guapa tiene una cara de brujilla que le confiere cierto atractivo; y tiene, claro, la juventud. Entró el curso pasado en la prueba de acceso a 1º de grado medio, el primero de los seis cursos de ese segundo nivel, después de los cuatro del elemental. A sus trece años, presenta una pavitis aguda. Su madre, en nuestra primera tutoría, me informó sobre sus problemas en el instituto, tanto de rendimiento, como se dice ahora, como de conducta. Confesó, como si con ello se quitara un peso de encima, “desesperada me tiene”. Y tras una pausa se atrevió a preguntar: “¿tú tienes niños?” Buscaba sin duda una complicidad a la que no podía corresponder.

       La niña es, desde luego, angulosa y racheada, pero desde el primer día vio en uno a alguien con quien podía sincerarse hasta el desahogo. Cuando al paso de los meses, ganada cierta confianza, le hice ver que debía ser menos arisca, me sorprendió con una confesión que allanaba el camino: “es que estoy pavo total”. Es el tipo de frase que ni el más visionario de nuestros clásicos hubiera imaginado que podría llegar a pronunciarse. “Un poquito, sí”, condescendí. Como tampoco con la flauta hizo un buen curso, fue a septiembre, y comoquiera que vi que había trabajado durante el verano, aunque la técnica no está donde debiera para su curso, la aprobé.

        A la vuelta de las vacaciones, a los profesores nos sorprende el estirón de los alumnos. Nos parece que ese nuevo cuerpo traerá dentro, o debajo, una nueva persona; y seguramente es así, pero rara vez lo advertimos durante los nueve meses durante los que les vemos casi todas las semanas. Cuando en la primera clase le hice observar a A. que llevaba la mochila muy baja y eso era malo para la espalda, respondió: “Ya lo sé, pero es que queda muy mal arriba, me da palo, es como de pueblo”. “Vaya, ¿y de dónde eres tú, tú no eres de Tordesillas?” “Sí, pero es un pueblo grande”. Hicimos la prueba. Ajustó las correas y se calzó la mochila sobre la espalda. Se miró al espejo. “¡Qué horror!”, exclamó. Yo intentaba convencerle de que ir a la última es muy antiguo, y que si se ponía la mochila bien a las dos semanas todos los de su clase la llevarían igual, y al mes, todo el instituto. Puse algún ejemplo de la ridiculez de las modas. “¿A ti te gusta que a los chicos se les vayan viendo los calzoncillos?” “Hombre, a ver, si es un poquito sólo…” “Pues es una guarrería, es antihigiénico y antiestético. Y ¿por qué tengo yo que ver los calzoncillos de nadie?” Entonces, ay, respondió riendo: “Si se ve sólo la tira está bien, y mejor si pone Calvin Klein…” Aquello, por inesperado, me dolió un tantico, pues intenta uno educar en todo, también en que nadie es mejor por vestir así o asá, o por tener dinero para comprarse ropa de marca, o por ser de pueblo, ya sea pequeño o grande, y piensa si antes de enseñar el doble picado a la criatura no debió haber empezado por ahí. “Ah, no sabía que eras pija”. Naturalmente, protestó: “No soy pija… soy elegante”.
         Y estos son nuestros tiempos, y este es el ganado con el que tenemos que lidiar.

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