jueves, 14 de noviembre de 2013

DE, PARA, CON LA MÚSICA

   Este curso me ha tocado cuidar la biblioteca durante la hora de guardia. Igual me da estar en un sitio que en otro, pero este es más tranquilo que la sala de profesores. Tengo acceso a internet en el ordenador y siempre un libro a mano. Pongo a veces algún disco. Revisándolos, doy con una ópera de Vivaldi que no conocía. Lo comento con un compañero. Su respuesta me pasma: “No sabía que Vivaldi tuviera óperas”. Más de una vez ha apreciado uno cierto desinterés musical en compañeros del conservatorio, músicos si no ya en su actividad cotidiana, sí en su formación y, seguro, en su sueño remoto. Y qué pena ese paulatino desamor. He advertido que el interés de estos se ciñe al repertorio de su instrumento, o peor aún, a cañas y boquillas; digo esto porque tal especie abunda en el viento -conozco el paño-, y especialmente en el ámbito levantino, marcado a aire, más que a fuego, por la tradición bandística. Naturalmente, hay también ejemplos de lo contrario, como el profesor de guitarra que estudia laúd y hasta el de flauta que estudia órgano, ejemplares ejemplares que son con los que solemos coincidir en los conciertos. No sé. Acaso para ellos sea igualmente inconcebible que yo no conociera la ópera de Vivaldi en cuestión. 

La fiebre de tocar cinco, seis, ocho horas al día pasó, como es natural, porque la vida no puede ser sólo eso. Cuando subo alguna mañana al conservatorio a tocar -una hora, dos como mucho- lo hago por mantener un nivel sin el cual la credibilidad ante los mejores alumnos se iría perdiendo. Hago unas notas tenidas, un estudio de articulación, algún ejercicio de dedos hasta que me empiezan a doler las manos, y luego toco una fantasía de Telemann o algún movimiento lento de cualquier sonata de Bach. Casi siempre Barroco. Cuando salgo me siento bien, como después de andar en bici o de haber trabajado en un poema; limpio, diría Juan Ramón Jiménez. Cuando he tenido un alumno brillante en cuya pasión por la flauta me he visto reflejado a su edad, le he hecho una pregunta un tanto maniquea pero efectiva: “¿Qué te gusta más, la flauta o la música?” Y luego: “¿Qué te parece que es mejor, tocar muy bien técnicamente y expresar menos o fallar alguna nota y algún ataque pero expresar más?” Son cuestiones capitales. Luego le hablo de tal o cual compositor u obra para que advierta esos vacíos de conocimiento cuya reparación constituirá una fuente perpetua de placer.

En casa no es la música clásica la que más escucho. Sí pongo a veces, especialmente a principio de cada curso, a Bach. Como las estaciones, el músico poeta vuelve siempre. Está en cada recomienzo. Es sin duda el compositor al que más debo. La música, como la literatura, resulta inabarcable para la vida de un hombre. Afortunadamente, habría que añadir, a pesar de la desazón que este hecho puede producir en nosotros, siendo además literatura y música digresivas, no dejándonos seguir un plan fijado de antemano, llevándonos de su mano en una deriva sólo en apariencia caótica. Y bien está, pues ¿no es digresiva la existencia misma, no lo es nuestro pensamiento? Empieza uno hablando de una anécdota laboral y acaba contando su vida en prosa. Y, llegados aquí, no quisiera uno dejar de recordar que es a sus padres a quienes debe su amor a la música, el regalo de poder vivir de la música, quizá no ya para la música, pero siempre con la música.  

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