jueves, 30 de octubre de 2014

UNA VERDAD ETERNA

Más allá de sus buenos aires y su belleza inapelable, la montaña, la naturaleza, el campo, son también sanos porque acortan el camino que separa y une a los hombres. Dos desconocidos en contacto con la elocuente verdad de la montaña no necesitan de presentaciones ni cumplidos, no hay lugar para esquiveces ni mirlamientos.

Tomamos en Cordiñanes el taxi que nos deja al pie del sedo de Pedabejo, para subir por él hasta la vega de Liordes, amena pradería que, sin llamarla, acude a la mente de uno cada vez que lee una égloga o un relato pastoril. Este veredero fue rebautizado con zumba como “la ruta del talante” después de que lo transitara el expresidente Zapatero en compañía de un presentador de televisión para su programa. Continuaron estos hasta el refugio de Collado Jermoso, lugar no menos virgiliano. Nosotros bajaremos desde la vega de Liordes hasta la de Asotín, y de ahí a Cordiñanes. No es una excursión fuerte pero salva, bajando, un desnivel de 1200 metros; traducido, tres días de agujetas. Nos cruzamos con algún montañero apresurado. Van como zombis, sin mirar otra cosa que el suelo. Da apuro preguntarles de dónde vienen, por no romperles el ritmo y la media. Se diría que toman la montaña por campo de pruebas de un reto personal, más bien corporal. Una extensión de la locura colectiva que de un tiempo a esta parte atesta los gimnasios o siembra los extrarradios de corredores, cuando no lleva al más enclenque de la oficina a prepararse para una media maratón. Pero aquí... Se han puesto de moda las carreras por la montaña. En Picos de Europa se hace la “Transvaldeónica”, en la que los participantes tienen que cubrir una distancia de 25 kilómetros salvado un desnivel acumulado de unos 4000 metros, casi siempre corriendo. El ganador de la última edición la hizo en poco más de tres horas. Una barbaridad. Así quién va a fijarse en la flor rosa de la siempreviva –menos común que la blanca, me dice mi padre, que se sienta en la hierba para verla mejor, admirado de que todavía aguante–; quién va a ensoñar figuras en las nubes mientras se adormece después de comer, al tiempo que, como ascuas de un fuego, van apagándose las conversaciones; quién va a escudriñar las peñas en busca de rebecos. Nos lamentamos ante la escasez de estos, pero redime en parte ese pesar ver seis tritones en el lago Bajero, después de leer la noticia de la misteriosa mengua de su población a causa de un virus. Qué animales admirables, tan hermosos y buenos, con sus movimientos a cámara lenta, su apariencia antediluviana y su rayo de fuego en el vientre.

Igual que la vega de Liordes se me aparece como escenario en los poemas del campo, tiró de mí el recuerdo de esta lagunilla, recóndita y pequeña como un espejuelo, al leer una deslumbrante imagen de San Manuel Bueno, mártir, la unamuniana historia del párroco descreído. En ella un lago refleja las estrellas. Brotó de aquella imagen un verso, y de ese verso un poema. Ese primer verso, a menudo, también aquí, es luego el último del poema. “Nocturno” habría sido un título sugerente, con sus reminiscencias musicales, pero quiso uno dejar fe, por justicia poética, del lugar en el mapa de su fantasía, el viejo sueño juvenil de pasar una noche al vivac allí.
 
                                 LAGO BAJERO

Lago Bajero

La noche, desvelada por la luna,
ya no puede dormir. Tampoco yo.
Embeleso y quietud. Si acaso mínimos
sonidos más o menos vegetales.
Ni el agua duerme, aunque pudiera, inmóvil,
pasar por sueño su éxtasis.
Hasta el viento respeta su reflejo
–esquicio puntillista que amplifica la hondura–,
como quien no respira ante una música,
la tácita y total de las esferas.

Un lago espejeante sueña el cielo.

                                           (De Lo breve eterno)


Tritón alpino








Vega de Liordes
Tritón alpino

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