lunes, 8 de diciembre de 2014

LA TÓRTOLA

Eran ya y cuarto y A. no aparecía. Raro. Sus padres siempre avisan las pocas veces que falta a clase. Entonces se puede intentar mover una ficha para evitar esa hora muerta en mitad de la tarde y salir una hora antes, o entrar una hora después. Hay siempre, para estas ocasiones, algún libro de aforismos en el armario del aula. Así leí los de Lichtenberg el curso pasado, y estoy este con las Voces de Porchia, inagotables ambos. A veces lo llevo a la cafetería del centro. Pero la tarde estaba templada y apetecía respirar un poco. Tenía un poema en el telar y hay ocasiones que parecen propicias para la sugestión. Hay al lado del conservatorio una zona verde donde lo plantado convive con lo agreste que ya estaba antes, unas escobas, unos chopos o unas espadañas junto a una ciénaga. Cerca de allí están canalizando hacia la depuradora las aguas residuales que bajan de Zaratán. La zona de obras está vallada. Paseaba despacio por esos caminos cuando salió una tórtola de un falso plátano. La perdí de vista, pero enseguida escuché un ruido metálico. La paloma no había visto la valla y había chocado contra ella. Corrí hacia allí. Estaba del otro lado, despeluchada, posada sobre un releje con agua de lluvia. Tenía una herida muy fea en el cuello. Lo único que se movía eran sus párpados en cada pestañeo. Busqué el punto exacto donde había chocado. Unas plumas en una de las cuadrículas metálicas y algunas más a su pie indicaban el lugar. No se veía sangre, pero viendo a la tórtola, la herida parecía mortal. Me impresionó la expresión del animal, su impasibilidad. Ni un ruido, ni un movimiento. Daba la impresión de que había aceptado en apenas unos segundos que su vida terminaba. Tres milenios de filosofía se resumían en la limpieza de aquel dolor. El charquito sobre el que estaba iba enturbiándose con las primeras gotas de sangre que resbalaban por su pecho. Se iba recostando cada vez más. Yo la chistaba y le hacía aspavientos para que se moviera, para que no se abandonara, para que intentara luchar. A esto pasó una bici y se asustó. Echó a andar como pudo hacia unos cantos que habían amontonado. Se ocultó a mi vista y ya no supe más. Tenía que volver para la siguiente clase. Al salir, a las nueve, pasé por el lugar, pero a la poca luz no vi nada. Volví al día siguiente. Nada. Como los operarios estaban más arriba, casi en el campo de fútbol, levanté uno de los pivotes que separan dos verjas y llegué hasta el montón de piedras. No estaba. Di una vuelta alrededor hasta que sentí que me daban una voz y me fui. Acaso era lo más justo que el mayor de los misterios en misterio quedara.


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