sábado, 9 de septiembre de 2017

DIARIO DE MADEJUNO... Y III



Desisto de mi idea inicial de subir el pico Cabrones y volver a El Cable por la horcada de Don Carlos y el collado de Horcados Rojos. No las tengo todas conmigo respecto a esa subida, y menos después del reciente rescate de una montañera en los cercanos picos de Dobresengros. Iba, como yo, sola, y así es todo más delicado. Voy a volver por los hoyos Sin Tierra y de los Boches. Luego, si lo veo bien, subiré los Urrieles camino del Tesorero, y tal vez el Madejuno, al que no pude ascender el primer día. El tiempo es bueno y salgo temprano. Paso cerca de unos cuantos grupos de rebecos, lo que es siempre una alegría. Llegado al Jou de los Boches, en vez de subir al collado de Horcados Rojos por el camino directo, tomo el de la derecha en dirección al pico Tesorero.
Subo bien hasta que me acucia una íntima inquietud que ya me había escarabajeado el día anterior. Pero la idea de vaciarme en las letrinas del refugio me resultaba por sí sola astringente. Ya el olor al entrar a los lavabos despintaba al más pintado. Iba intuyendo que tal vez no llegaría a la civilización, esto es, a un retrete como Dios manda, aunque fuera público (cosa a evitar si se puede), pero ello no me apuraba. No sería la primera vez que esparcía mis flores por el campo. Desde luego, no resultará tan sencillo como en las excursiones al río, cuyos suaves cantos parecen haber sido pulidos precisamente para limpiar ahí. Subo pensando en los detalles de la maniobra. El monólogo interior a que ello da lugar es más surrealista que escatológico. Para empezar, y dado que no tengo pañuelos, debo encontrar algunas piedras lo más lisas y redondeadas posible que quiten lo mayor (el gayumbo hará el resto). Pero en este terreno kárstico, y será por piedras, son todas lo suficientemente afiladas como para que quede el culo hecho unos zorros. Mi creciente inquietud cede cuando topo con un providencial nevero que me facilitará tremendamente el antes, el durante y el después. Escarbo con el pie un pequeño hoyo y sin tiempo que perder me agacho murmurando para mí: “Seré breve”. Ya sólo falta tapar la obra y hacer una bola que dejará mi albañal como los chorros del oro, amén de bien fresquito. Y en este punto me importa añadir que si algún finolis se viera tentado a llamarme guarro, le diré, si es por el cogollo del asunto, que la operación no pudo hacerse de manera más efectiva y pulcra; y si es por dar noticia de él, que no faltan en nuestra mejor literatura, incluido el Quijote, estas flos campi (y me remito a la Historia de la mierda de Canseco que cita don Rodrigo Olay en la bibliografía de Cerrar los ojos para verte).
Me despido y sigo hacia los Urrieles, tres pequeñas cimas de caprichosas formas, al inicio de la cresta Norte del pico Tesorero, que delimita las provincias de Asturias, Cantabria y León. Su panorámica es de las mejores de Picos de Europa. En el buzón de cumbre hay una tarjeta que parece escrita por un niño, con dibujos, chistes y un resumen muy simpático de la subida. Ruega a quien la encuentre que la reenvíe a una dirección. Imagino su ilusión. Era emocionante llegar a una cima y, donde no había buzón, buscar entre las piedras un tarro o un carrete de fotos con la tarjeta de un club de montaña o un papel cualquiera de un montañero con sus señas, a las que escribiríamos devolviendo la tarjeta y contando nuestra subida, dejando a su vez en el mismo lugar nuestro testimonio.
Como aún es la una y me noto bien, decido llegar a Cabaña Verónica y tomar el camino hasta el Tiro de Casares para intentar subir el Madejuno. Casi al final de esta senda, que durante una hora va salvando un terreno un tanto caótico de hoyos y simas, me desvío hacia el Tiro Alto, de donde nace una gran grieta o llambria con un par de trepadas que sube unos 40 metros en diagonal para desembocar en una canal muy corta pero incómoda por la inclinación y la piedra suelta. Arrimado a una de las paredes que la encajonan, llego a la horcada, ya en la cresta, desde la que se ve la otra vertiente: Remoña, Padiorna, el cordal del Friero, Llambrión y Palanca, y detrás los palentinos Espigüete y Curavacas. Miro un par de minutos la corta pared que me separa de la cumbre, fijándome en cada apoyo y agarre: primero pie derecho aquí, mano izquierda aquí, mano derecha aquí… No es una subida difícil, pero sí lo suficientemente aérea como para requerir toda la atención. Es un pico con cierta aura mítica (aunque más por la ascensión por la otra cara, la Sur), y eso también impone a quien no la ha subido antes. Como algo en la cumbre y observo que, como de costumbre, estoy cargando un peso de comida que ya debí haber embaulado. “Pues nada, que aproveche”. Diviso la descendente crestería que forman la Torre del Hoyo Oscuro, que subí el primer día, y los picos de San Carlos y Altaíz. La bajada, también pasito, me devuelve al camino, casi siempre por pedrero, que me llevará del Tiro Bajo de Casares a la Vueltona.
Al pasar por la bocamina de Altaíz, me apetece internarme un poco. Enciendo la linterna del móvil y voy moviendo la luz de los pies al techo. Solo hay un tramo apuntalado por un pequeño derrumbe. Ninguna bifurcación. De repente la pared. A la vuelta cuento 100 metros exactos. A la salida me espera la niebla, que ha subido. Llego a la estación superior del funicular y me toca esperar una hora de cola. El que ha llegado hasta Fuente Dé no renuncia a subir en el teleférico a pesar de que arriba no se vaya a ver nada. Tengo la suerte de tener detrás a una pareja que se pasa la hora enredada en un ajedrez de palabras que son recriminaciones, insinuaciones, acusaciones. Hablan, como la pareja de aquel poema de Piquero, a cuchilladas. Echo de menos los auriculares. Son, además, de los que en una cola no pueden dejar medio metro con el de delante. Me pongo la mochila solo para no sentir su aliento en el cogote. Un par de cabras, que parecen contratadas por el Parque Nacional, hacen las delicias de los más pequeños. Y fin.
 

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