Las prácticas de Cristina serían más remanso que aluvión, un
cambio de rutina y ecosistema en el aula al que temía pero que acabó siendo
beneficioso para todos. Mi relación con el trabajo ha cambiado en los últimos
casi tres años. Antes acudía a él con desánimo quevedesco, como quien dice a morir
enseñando, y ahora voy con ánimo epicúreo, como quien dice a descansar. Esto es
así desde que nacieron las niñas.
Comoquiera que van creciendo, y con
ello mengua la casa, la que teníamos, con gustarnos mucho, se iba quedando
pequeña. Más pronto que tarde habría que mudarse. Para mayor tribulación, contemplábamos
todas las opciones: respecto a nuestro piso de entonces, alquilarlo o liquidar
la deuda y venderlo; respecto a la futura vivienda, alquilarla o comprarla,
aquí o allá (siempre que evitáramos la jungla del centro), así o asá. Tras
hacer números, decidimos alquilar y comprar. Lo primero salió muy bien, y hoy puedo
decir que el dinero que dejan caer cada mes los inquilinos da especial gustito.
Lo segundo también: a la tercera casa que visitamos sentimos ese flechazo por las
cosas que están como esperándonos, con su inusual ausencia de peros. Un patio
con un serbal y una buhardilla de 11 metros de largo, para nada enchepatoria y
rebosante de libros, eran la guinda. Ya sólo quedaba intentar ajustar el
precio, y si bien esa partida de póker no la ganamos, tampoco se puede decir
que la perdiéramos. Conseguimos que dejaran la casa con unos muebles cuya adquisición
se pondría en cinco dígitos. Era, en palabras de mi señora, un casoplón. Cuando
estrechamos la mano del vendedor, vino a decir que en la feria de ganados de
Torrelavega todavía se hacían los tratos así. Fue entonces cuando el agente de
la inmobiliaria proclamó sonriente: “Bueno, pues ahora lo importante es
señalizar la compra con un contrato de arras”.
Y con las arras empezó la movida de
la hipoteca.
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