jueves, 9 de agosto de 2018

DIARIO DE ARENERAS, I


Salgo de Zaratán a las 7:30 y llego a Poncebos cuatro horas después, incluida media hora perdida por despistarme en Panes y tirar en dirección a Potes por el desfiladero de la Hermida. Este pequeño contratiempo me anima a tomar el tren cremallera hasta Bulnes, ahorrándome la hora de subida por la riega del Tejo. Pero hay muchos coches y tengo que dejar el mío junto al inicio de ese camino, por lo que decido ir a pie. Lo primero es cruzar el Cares por el puente de la Jaya. Yo no sé si habrá en el mundo otro tan bonito, con sus avellanos y fresnos besándole los estribos, ni tan secreto, pues para verlo hay que bajar, una vez franqueado, por un caminejo al río. Dejado atrás el Cares, enseguida se llega a otro río menos caudaloso, el Tejo, también llamado Valcosín, por nacer en la canal del mismo nombre. Esta senda era hasta el año 2001 el único acceso a Bulnes, y los acarreos con mulas y burros, el único modo que tenían sus habitantes de abastecerse. En 50 minutos llego al puente desde el que sale el desvío hacia el Barrio del Castillo, también conocido como Bulnes de arriba. Pretendo llegar al refugio de Cabrones por la canal de Amuesa y los cuetos del Trave. Si bien en ellos hay que echar en algún punto las manos, la verdadera dificultad son los 1800 metros de desnivel a salvar, desde los 200 de Puente Poncebos hasta los 2000 del refugio. El día es bueno de momento, con alguna aliviadora nube, pero se ve la niebla posada al final de Amuesa, y estando ya tan alta es posible que desde que entre en ella ya no me deje hasta Cabrones. Echo un trago y como algo. Aquí no se trata de comer a tal hora, sino cada tanto, mejor poco y a menudo, y con la bebida igual, pero más a menudo. Sentado en una piedra, miro el camino recorrido, el encajonado cauce del Tejo, su agua como nosotros siempre la misma y otra. Que emerja un mirlo acuático justo en el lugar en que tenía perdida la vista es algo que toca a la fe, el rincón más íntimo de la persona como dijera Delibes, y por ello vamos a dejarlo dentro.

Al poco de salir del pueblo doy con una fuente, y con ella la burlona certidumbre de que, con mirar mejor el plano la noche anterior, me podría haber ahorrado hasta ahí dos kilos de mochila, constatación que se repetirá al final de la canal de Amuesa, donde hay otro precioso pilón. La aproximación a ésta es un tanto incómoda por la vegetación y las moscas y tábanos. A medida que se gana altura el camino es más cómodo. Baja un niño con su padre. “¿Cuántos años tienes?” “Diez.” “No sabes la suerte que tienes de estar aquí.” “Sí que lo sé.” La niebla sube y baja, como el agua de la marea en una de esas grabaciones a cámara super rápida. Entro en ella ya casi en el collado que da fin a la canal. A su albur se distinguen algunas majadas en ruinas. Hacia arriba no se ve nada. Continúo el camino en dirección al collado Cerredo hasta que intuyo que no voy bien. Voy llaneando y debería subir. Miro el plano, dejo la mochila y vuelvo sobre mis pasos buscando otra senda que salga perpendicular a la principal. Al distinguir varios caminos paralelos al que seguía, verederos de ganado, me doy cuenta de que ha sido una mala idea dejar la mochila en el suelo. La niebla a veces ofusca los sentidos, y con ellos el entendimiento. Por suerte, veo enseguida mi camino y doy con la mochila sin problemas. De lo que pasa hasta los cuetos del Trave poco puedo decir. A falta de paisaje, lo que veo son muchas babosas.

Se me hace larga esta parte hasta llegar a la pared, que hay que bordear por la izquierda, asegurada en varios puntos por cables fijados a la roca sin que parezca necesario. Por entretenerme, canturreo canciones que, no se sabe cómo, en un momento de despiste terminan derivando en pachanguerías baratas, cumbias y bachatas que se pegan al cerebro como la mierda a los zapatos. Está visto que tengo que venir aquí antes de las cuatro noches de verbena de las fiestas de Zazuar. Llego al refugio a las 18:15. Cuando la niebla baja, se intuye el recorte de las imponentes agujas de Cabrones y la torre Labrouche. Hay un grupo de siete ingleses y una pareja de holandeses. Soy el único español, a excepción de los dos jóvenes guardas, que se ve que se lo tienen bien montado en su cuarto, arriba. Oyen a Offspring. Ante tanto angloparlante me siento como desnudo, a merced de cualquier chanza. Están sentados esperando la cena. Me cambio de ropa y preparo la cama. Esta vez –una lección aprendida– no he traído saco. Sólo un almohadón. Es suficiente con el edredón que proporciona el refugio. Me siento con los presuntos ingleses. Pregunto al que tengo más cerca de dónde son. “Kork, Ireland”. De pronto, otro se arranca a cantar. He oído mucha música tradicional irlandesa, pero así escuchada, en una voz que por imperfecta se siente más natural, me hace reconocer que tiene una raíz profunda que no encuentro al folclore de mi país. Y caigo entonces en algo que no había advertido hasta ahora, y es el parecido de esa música con los cantos espirituales. La cena… ya no recuerdo lo que cenamos, pero da igual porque en la montaña todo sabe bueno. Después hubo tiempo para hablar con los holandeses de la ruta de ese día y el siguiente (y supimos que coincidiríamos más adelante), con los irlandeses un poco de todo en un inglés no tan lamentable como me temía por mi parte, y con uno de los guardas sobre el estado de los pasos este año que hay más nieve. Ya de momento veo que esta vez tampoco voy a subir el pico Cabrones.
5/7/18  




No hay comentarios:

Publicar un comentario