La penúltima escapada a Picos, esta, terminó en una
zambullida en la Riega del Tejo. “Caso único. Se bañó en las aguas heladas del
mar o de un río y no lo contó a nadie.” (Iñaki Uriarte). Touché. Como estaba ya cerca del coche me metí con las botas, por
comodidad. La roca que me sirvió para saltar a la poza me sirvió también para
secarme al sol. Desde el camino de arriba nadie me podía ver con esas trazas,
en gayumbos y con las botas. Éstas se fueron secando al sol en el patio de casa.
Hasta que dos meses después volví a ponerlas en Fuente Dé. Habían encogido. La
presión contra los dedos empezaba a ser dolorosa en las contadas bajadas de la
canal de san Luis, pero no entraba en mis planes dar la vuelta y comprar otras
botas en Sotres. Quería llegar a dormir a Collado Jermoso después de hacer el
cordal de la Torre de las Minas de Carbón, Casiano de Prado y Llambrión. Ya se
irán dando, pensaba. Llegué al refugio de noche. Una noche profundamente estrellada.
Ya escuchaba el agua de la fuente cuando a la escasa luz del frontal vi de
pronto dos luces verdes que se movían delante de mí. Me asusté, hasta que me di
cuenta de que eran los ojos de un rebeco. Mientras me preparaban un bocadillo
de lomo llegó el momento de ver cómo estaban los pies. Sentía cada golpe de
sangre del pulso en los dedos. La matriz de los pulgares estaba morada. Cuando me puse las
deportivas quería llorar, no sé si de placer o de dolor. Metí unas piedras a
presión en la puntera para que abrieran la bota en lo posible durante la noche.
Dormí bien. Al día siguiente quería cruzar hacia Cabrones por el collado de La
Celada. Parecía que las botas me molestaban menos. Llegué a la cima de La
Palanca y bajé hasta el Jou Grande para remontar a la Horcada de Caín, o Arenizas
Altas, una travesía preciosa que no conocía. En la collada quité las botas. Aunque
me molestaban menos, los dedos estaban mal. Decidí cambiar de planes a pesar de
que tenía pagada la reserva en el refugio de Cabrones. Fue curioso reservar por
Booking una habitación en Sotres desde 2300 metros de altura, rodeado de agujas
y desventidos. El milagro de Internet. Esta concesión al cuerpo me infundió un
vigor repentino que no sé de dónde salía. No tenemos un cuerpo, somos un
cuerpo. Los huevos con patatas y chorizo que me metí en la terraza del hotel Peña
Castil los recordaré entre los platos más refinados con que me haya regalado, y
la minúscula habitación con su catre y su ducha, como la suite más lujosa. Estar tumbado viendo pijadas en el móvil con no
sé qué partido de tenis en Teledeporte de fondo me parecía el más alto de los
destinos posibles. Me había hecho con mucho gusto a la idea de postergar para
mejor vez la subida a Peña Castil y su cueva helada, pero tal vez podría llegar
al día siguiente en coche hasta las Vegas de Sotres y caminar con las
deportivas por la pista que llega al refugio de Áliva. Así se hizo, y mereció
la pena.
Había renunciado, por no repetirme, al “Diario de
Jermoso”, y mira por dónde se me caen ahora todos estos gentilicios. Canal de
la Celada, Horcada de Caín, Hielo Pamparroso… Grand sabor. Lo iba a dejar en una entrada titulada “Una poética me
manda hacer el monte”, una idea más bien sugerida por Javier Almuzara en el
piscolabis que siguió a una de las representaciones de Fuenteovejuna, la tarde anterior al susodicho boticidio. Si lo dejo aquí apuntado es sólo para
obligarme a escribirlo. Así está la cosa con el blog (no pones más que canciones, me recrimina uno de sus escogidos lectores).
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