miércoles, 4 de noviembre de 2020

ESTATUAS DE SAL, DE AVELINO FIERRO


Durante el confinamiento de marzo y abril (¿tendremos que referirnos a él dentro de poco como “el primer confinamiento”?), Avelino Fierro publicó en El cuaderno digital y en TamTamPress unas “Cartas desde mi celda”, 31 en total, dirigidas a amigos de toda laya (incluso una «a un lector desconocido») que ahora se han publicado en papel con el título de Estatuas de sal (Ediciones Franz). Pero que la circunstancia ni la mención a tan oscuro periodo ahuyenten a nadie. No recuerdo haber tropezado durante su lectura con las palabras virus o muerte. Al contrario, hay mucha vida en este libro, muchas lecturas (quien ya conozca los diarios de Avelino Fierro no se sorprenderá de ello), mucho pensamiento en voz alta y mucho recuerdo, como verán si siguen leyendo. La singularidad de este libro reside en que sus cartas se iban publicando diariamente, sin la respiración pausada de las entradas de diario que el autor va entregando en TamTamPress, lo que otorga a este Estatuas de sal una espontaneidad no menos reveladora del carácter de su autor.

En el prólogo, memorable, Jordi Doce habla de la honestidad de estas páginas que cumplieron con la tarea de acompañarnos durante aquellos días, y arroja luz sobre ese tono “sabiamente descosido” de Avelino Fierro, su entusiasmo, su humor y su capacidad de convertir el mundo “en una liebre sorprendida por los faros de la curiosidad”. El fragmento que sigue pertenece a la carta del lunes 30 de marzo, dirigida a José Enrique Martínez, catedrático de Teoría de la Literatura y natural, como Avelino Fierro, de Chozas de Abajo (León).

   La casa y los animales, las tareas del campo –las conocí todas–, el crujido de las tablas de la iglesia y los responsos y jaculatorias en la voz nasal de las viejas, el toque de campanas, los árboles que siempre nos decían algo, el canto de la lechuza, la presencia de lo sagrado, el demonio, la fiebre alta, algún relato de mi abuela sobre la guerra o sobre pastores y lobos, la hora de la siesta, el crujido de las pisadas en la nieve y los carámbanos en las tejas de los aleros, las siluetas de los guardias civiles encapotados cruzando el pueblo en sus bicicletas, la recogida de aquellas ciruelas color vino en la huerta de la madrina. Ah, claro, la vendimia; el acompañar al abuelo Quico a regar o a mi padre a la siega, él con la guadaña al hombro y yo con el temor a encontrar una culebra entre la hierba; la trilla; el misterio de la casa vieja cerca de la laguna; las escapadas con las bicis al monte, y la vuelta, ya anocheciendo, con el viento acariciándonos el rostro y aquel pedalear frenético cuando subíamos la cuesta del cementerio.

   Los primeros cigarrillos a escondidas. Los huertos encharcados. La abubilla. La sangre en las rodillas. Las paredes de adobe. El ruido de las esquilas y los rebaños. La caza de los lagartos y el fútbol en la pradera.

   La casa era un mundo cerrado sobre sí, autosuficiente. Los animales en la cuadra, conejos y gallinas. El pozo. El horno para la leña. Un banco de carpintero donde el abuelo hacía madreñas. La cochiquera. Un desván desvencijado, lleno de misterio, brujas y ratones.

   Había en cada estación una luz y sonidos y olores más o menos violentos. Uno de ellos estaba en la casa: el olor a zinc de aquel cubo que bajaba al pozo artesiano y volvía con agua fría de una tersura inmaculada, chocando contra las paredes de cantos rodados.

   La pena es que nunca tuvimos un río como Dios manda. Sólo aquella laguna llena de ranas y el estanque del pueblo de arriba, el pueblo de mi padre en el que yo nací el día de la fiesta. Ya me dirás…

   Todo revive ahora como un fogonazo. Aunque uno no lo quiera, parece que en estos días se hace balance de la vida. Llegaba la noche y salíamos a la calleja. Nunca he vuelto a oír sonar esa música de silencio, nunca he vuelto a ver tantas estrellas.


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