Puestos a proyectar
–¿por qué no?– libros que nunca escribiremos, se podría adobar
uno con el cuento de tantas ideas huérfanas, abandonadas como
bloques a medio levantar, fantasías postergadas que nos dieron su
hora de luz, la flor de un día.
Por ejemplo, un poemario
temático a la manera de La gracia del enano, de Fernández de
la Sota, donde se refiriesen las vicisitudes de un personaje
cuyos datos y móviles se irían dando a cuentagotas, alimentando un
misterio nuclear y decisivo sólo desvelado al final, en que el
lector descubriese, como en leva de niebla, que ese personaje es él.
O un vademecum en prosa
poética sobre los árboles, fraternal y preciso como los de Los
pájaros amigos, de Segarra, o Nuestras flores más
cultivadas, de Clarasó.
O un libro de versos
hecho sólo con ingredientes naturales, al estilo de Las cosas del
campo, de Muñoz Rojas, con un poema sobre la vendimia, otro
sobre los vencejos, otro a la flor de la adelfa...
Decía Azorín que no
gustaba de hablar de sus libros cuando estaban en el telar. Si
fueran éstos algo más que risueñas quimeras no serían así
aireados y en cierto modo desechados. Pero como no están no ya en el
telar, sino siquiera en la oveja, los sacudo alegremente como un
mantel, sus cuatro migas al aire de las ilusiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario