Tomo una cerveza con F. en La Milonga después de las clases.
Tenemos la fortuna de ser invitados por el camarero, al que no
conocemos, a dos chupitos, el segundo de ellos mortífero. Nuestro no
solicitado benefactor, que cumple años, castiga la barra con unas
baquetas mientras corea violento el estribillo de una canción
ratonera. Deploro tales confianzas a la par que lamento el prurito de
cortesía que me ha hurtado el “no” de la boca y me ha dado el
“sí” a este incipiente dolor de cabeza.
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