Si en la última conseja estábamos decididos a cortarnos la coleta literalmente, en esta relación, rescatada del mismo cuaderno, no llegaremos a tanto (¿o quizá sí?) El caso es que ni aun así consiguió uno no salir trasquilado.
* * *
De las servidumbres que ha comportado indefectiblemente el paso de
uno por la vicaría, la más humillante ha sido sin duda la de tener
que realizar el llamado curso de preparación al matrimonio. Se
preguntaba uno qué tipo de información que no poseyera recibiría
allí para estar definitivamente preparado para el himeneo. Iba a
consistir dicho curso en cinco charlas de una hora y media cada una,
de lunes a viernes, impartidas por feligreses de la parroquia y
enfocadas a distintos aspectos de la vida marital (legalidad,
sexualidad, etc.) Imagino que la mayoría de nosotros sólo
deseábamos que el aro por el que habíamos de pasar no fuera
demasiado estrecho. Pero no sólo lo fue, sino que además estaba
rematado de espinas, pues, a lo que se ve, si Cristo sufrió su
calvario por nuestra culpa, justo era que, para poder casarnos, lo
sufriésemos nosotros también. Y es que íbamos a padecer un intento
de adoctrinamiento como ya no creímos que pudiera suceder en el año
y aun el siglo en que vivimos.
Así que llegamos el primer día y fuimos presentándonos por parejas
(unas veinte). La sensación unánime de rebaño flotaba en el
ambiente. Enfrente teníamos al párroco, de paisano, y a un pulcro
matrimonio cuyos miembros, a pesar de frisar la cincuentena, se
esforzaban en el tono y el lenguaje en mostrarse cercanos al
auditorio, de una media de edad de unos treinta años. De la
exposición de sus experiencias e intimidades no extraje conclusión
alguna más allá de que los trapos, más limpios, más sucios, se
han de lavar en casa.
El segundo día compareció un hombre de mediana edad que hablaría
de sexualidad. Curiosos ante las posibilidades de tan motivador tema,
poco a poco íbamos comprendiendo que el orador resolvía la papeleta
dividiéndonos en grupos y planteando cuestiones que debatíamos,
limitándose a desempeñar el papel de moderador. Estábamos lejos de
suponer que ese era el mejor trato que podríamos recibir.
Al día siguiente apareció una mujer de unos cuarenta años vestida
como si tuviera veinte... hace veinte años, que nos iba a informar
acerca de los métodos naturales de contracepción (y ciertamente se
ciñó a ellos, pues ni aun de refilón se dijo una sola palabra del
condón en toda la tarde). De primeras, se confesó “ferviente
usuaria" del método ojino, cuyas excelencias ponderaba sobre
cualquier otro. Sus explicaciones, con frases que rara vez terminaba,
provocaban general sonrojo. Cuando al cabo de una hora de
circunloquios fue interrumpida por una novia, matrona de profesión,
que cuestionó sus anacrónicas teorías, que tenían la misma base
científica que el mal de ojo, no fue capaz de salirse del guión.
Aquello fue una pena.
Lo que no imaginábamos es que la cosa podía ser peor. Y vaya si lo
fue. El cuarto de la semana resultó ser un morlaco de la ganadería
de Escrivá de Balaguer, que salió de toriles bufando con un volumen
y un tono de voz intimidatorios. Su abnegada esposa, sentada en una
silla con la cabeza gacha, no dijo ni mu, limitándose a asentir de
vez en cuando como uno de esos perrillos articulados que reposan
sobre la bandeja de atrás de algunos coches. Este sujeto nos habló
de la Biblia. Para una más creíble representación, se había
preocupado de colocar sobre la mesa un ejemplar, que golpeaba
sonoramente de vez en cuando para apoyar sus palabras, y un
crucifijo. Su interpretación del libro sagrado era bien conocida:
todos nosotros no éramos sino unos pecadores indignos del sacrificio
que Cristo se impuso por la salvación de nuestra alma, y nuestra
vida debía tener como fin primordial el pago de esa deuda...
impagable. Desde mi infancia no había escuchado tantas veces la
palabra pecado. En el límite del paroxismo, en un momento dado
empuñó la cruz mientras se encaraba con nosotros exigiéndonos
pureza. (A todo esto, el párroco permanecía tranquilamente sentado
como si tal cosa). Aun haciendo tiempo que el energúmeno se había
pasado de la raya, sólo entonces se atrevió uno a levantarse y
abandonar el aquelarre.
El último día no habría charla. Estaría sólo el cura, que nos entregaría por fin el requerido certificado. Al pedir nuestra opinión sobre el curso, la protesta fue ponderada pero unánime, como la conclusión de que si lo que se pretende con estas cosas es acercar a los jóvenes a la iglesia, lo único que se consigue es lo contrario.
P.D: Para los futuros esposos: el curso, según supe luego, no es obligatorio como nos había dicho el cura que nos haría el expediente. A sumar, pues, a la mala praxis, el agravante de la desinformación interesada.
P.D: Para los futuros esposos: el curso, según supe luego, no es obligatorio como nos había dicho el cura que nos haría el expediente. A sumar, pues, a la mala praxis, el agravante de la desinformación interesada.
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