lunes, 17 de septiembre de 2012

POR LA SIERRA DE FRANCIA

Fin de semana entre las provincias de Salamanca y Cáceres. El calor, a pesar de la cercanía del otoño, es canicular. De camino a La Alberca paramos en Candelario. Subimos y bajamos por sus manzanas, volvemos a subir y a bajar, cruzamos por los accesorios, intentando ver todas las casas, todas las plazuelas, todos los balcones. El amor por las cosas es visible en cada pequeño detalle, en las batipuertas, en las tazas de las fuentes -una en cada calle-, en la uniformidad de las pinzas de un tendal -todas verdes- y de las casas, pintadas de blanco y con las esquinas y el contorno de ventanas y puertas a piedra vista. Ni una que sobrepase las tres alturas, ni una cochera metálica, ni un marco de aluminio. De vez en cuando, a capricho del aire, el olor de los jamones curándose en los pisos altos. Sólo una nota discordante: la hostilidad indisimulada del dueño de un bar. Para los habitantes de los pueblos que viven del turismo debe de ser doblemente enojoso odiar a aquel a quien se necesita.

         








En La Alberca, donde nos hospedamos, damos con una de las plazas más bonitas que uno hubiera podido imaginar. Fantaseamos con verla nevada, sin mesas ni gente. Nos entretenemos, mientras ruamos a paso de ánima, en buscar la casa más antigua. En un dintel leemos: 1613; en otros muchos, Ave Maria Purissima, o J H S. Las laudas, cuyo significado no comprendemos, nos atraen precisamente por su misterio, originalidad y falta de repetición.










A la mañana del sábado vamos a Ciudad Rodrigo. Nos impresionan los cañonazos sobre los muros de la catedral, la Portada de las Cadenas, que nos recuerda a la de la colegiata de Santillana del Mar, el Pórtico del Perdón y la panorámica desde su torre, -a sus pies los baluartes en pico de la ciudad, a lo lejos Portugal-, la coqueta Casa de Correos, con la portada a dos calles...











Volvemos hacia Las Batuecas con la intención de ver dos pueblos, Mogarraz y Miranda del Castañar. La vegetación que asombra y ensombrece a ratos el camino en nuestros trasiegos es variadísima, sobre todo de castaños, robles, nogales, pinos, olivos y encinas -a sus pies, hociqueando alegremente, algún ceniciento marrano. El río Francia nos regala un umbroso paraje de aguas cristalinas y negras, según su curso fluya o se demore en alguna poza. Mogarraz es otra maravilla, y nos deja, por inesperada, más honda huella que lo visto hasta ahora. Recuerda a Albarracín, pero es aún más laberíntico, más vario, más humano. Uno, se dice entonces, se cambiaría con gusto por ese paisano que fuma sobre el poyo de piedra el cigarro que ha liado despaciosamente y luego se levanta y con igual parsimonia se pierde calle arriba.












Miranda del Castañar, recogido por la muralla, tiene extramuros la plaza mayor, que es también coso, con sus burladeros de piedra. En la plaza de la iglesia hay una antigua bodega, hoy tienda museo, llena de encanto. En un azulejo a su entrada leemos: “La mejor filosofía, trabajar con alegría”. La dueña hace bueno el refrán dándonos a probar vino de varias botellas, y vaya si salimos alegres. Fuera, un hombre, seguramente su padre, nos saca del error por el que identificábamos el orujo y el aguardiente (el aguardiente es el orujo quemado).









                           
A la mañana siguiente paramos en Plasencia. La mayoría de las iglesias,  pese a ser domingo a mediodía, permanecen cerradas. En la espera para visitar una de ellas, vemos que un sacerdote entra y vuelve a cerrar por dentro. Esperamos otro rato y nos vamos. No son pocos los curas que se piensan que la iglesia donde ofician es suya.

 Camino de Yuste, pasado Garganta la Olla, el río Ubierna nos ofrece refresco y baño en un pequeño embalse que propicia una presa. Compramos unas frambuesas a una mujerina que las cultiva en su huerto. Si bien nos parecen un poco caras, el tiempo las irá abaratando cada vez que nos acordemos de ellas, de su beso, dulce y acedo a un tiempo, boca adentro. Del monasterio nos atraen los aspectos más humanos del retiro de Carlos I, la silla articulada que le permitía tener los pies en alto, el cuarto de lectura y el corredor abierto al altar de la iglesia para oír misa desde su cama, desde la que preparaba su alma mirando la Gloria de Tiziano en la lenta agonía a la que un simple mosquito lo sumió, a él que fuera dueño y señor de medio mundo.












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