Dispongo del viernes y el sábado para trotar nuevamente por Picos de Europa. Voy a la zona de Fuente Dé. Esta vez haré noche en un pequeño hotel cerca de Camaleño. El viaje desde Valladolid, de unas tres horas, tiene parada obligada en Moarves de Ojeda y su magnífica portada románica (el interior, a excepción de una pila también románica, no ofrece tanto interés).
Paro en el hotel a dejar las cosas y llego al teleférico sobre las diez.
Me espera un caos de excursiones de institutos, ciclistas que pretenden subir
con las bicis en el funicular y hordas de guiris lechosos. Toca esperar. Dos
horas después estoy arriba. Lo malo es que la última bajada es a las seis, y
dudo que me dé tiempo a llegar. Quiero subir la Torre Blanca por el refugio de
Cabaña Verónica y la collada Blanca, y bajar por el mismo sitio. Calculo: en
Verónica a la una y media, en la collada a las dos, cumbre a las tres y a las
cinco o cinco y media en la estación superior de El Cable. Pero estas cuentas de
la lechera rara vez se cumplen. No tienen en cuenta las 200 fotos que haré, ni
los demorados descansos, porque uno no viene aquí a correr, sino a mirar y admirar, ni las veces que pararé por el placer de consultar el
plano si acaso no reconozco alguna cumbre.
En las inmediaciones de Cabaña Verónica, el refugio guardado a más altitud de la Península (2325 m.), aparecen los primeros fósiles, sobre todo de crinoideos (esos que se parecen a los huesos de santo), lo que indica que de esta altura hacia abajo todo era agua. Es el momento de embuchar, y ahí aparecen las chovas piquigualdas, tan atrevidas que casi comen de la mano.
El terreno que sigue hasta la collada Blanca es bastante caótico, con continuas brechas y agujeros que hay que ir salvando, poniendo a veces las manos. Prefiero perder un poco de altura hasta un nevero que llega a la collada y permite seguir un ritmo uniforme. La nieve está en su punto de dureza y da mucha seguridad.
Desde la collada Blanca ya se ve el circo de Torrecerredo, hasta ahora tapado por el Tesorero, y el final de la canal de Dobresengros; también el Tiro Callejo y el hoyo Trasllambrión, con el Llambrión al fondo. Otra parada y un buen trago. La ola de calor se lleva mejor en altitud, pero aunque el aire es más fresco el sol atornilla inmisericorde. Cada poco tengo que beber, y empiezo a dudar de si tendré suficiente con los 3,5 litros de agua que cogí. Remato la subida por la cresta con puntuales desvíos a la ladera izquierda cuando el terreno lo dificulta. En la cima hay dos buzones.
Con sus 2619 metros, la de Torre Blanca, o Peña Blanca, es la cumbre más alta de Cantabria (cima que comparte con León), seguida de Peña Vieja (2617). Las vistas son magníficas, si bien el grupo del Llambrión, Tiro Tirso y Las LLastrias tapan el macizo occidental. Hago el selfie de rigor y la foto panorámica: la cresta de Altaíz, San Carlos, Torre del Hoyo Oscuro, Madejuno y Tiro Llago; la Remoña y la Padiorna enmarcando la vega de Liordes, Torre Salinas, Torre del Hoyo de Liordes y el Friero; más cerca el lago Cimero, y enfrente y a tiro de piedra el Tiro Tirso y el Llambrión; ya a la derecha el Tiro Callejo, la Palanca, la Celada y Puertas de Moeño; y tras el inmenso Hoyo Grande, los Picos de Dobresengros, Cabrones y Torrecerredo, las horcadas de Caín y don Carlos; en primer plano el Tesorero y los picos de Arenizas, y más atrás la Párdida y el Neverón, el Naranjo, los Campanarios, los Tiros Navarros; y ya Horcados Rojos, los Picos de Santa Ana, Peña Vieja y Peña Olvidada. Son casi las cuatro y ya veo que para llegar al último teleférico tendría que bajar a escape y por el mismo camino. Para las pocas veces al año que puedo venir aquí no me apetece andar a la carrera, ni desperdiciar la ocasión de caminar por sitios que no conozco, así que asumo que tendré que bajar por la Jenduda para salvar los 1500 metros de desnivel que me separan de Fuente Dé. Anochece muy tarde y hay que aprovecharlo. Esta resolución me anima a bajar todo tieso por el nevero y luego llegar hasta el otro lado de los hoyos Sengros, que para subir bordeé por el otro lado. Saltando por la nieve parece mentira que se pueda bajar en dos minutos lo que se tardó en subir una hora. Me lo paso como un indio, o mejor como un niño, lo que de niño queda en mí.
Luego sigo a
media ladera por la base del Tiro Llago hasta el Tiro Casares. Esta zona es un tanto
inhóspita, hay que ir buscando el mejor sitio, pues no hay camino. En ello se
pierde mucho tiempo, porque hay que ir salvando las grietas que el agua ha ido
labrando en la caliza. Es la parte más penosa del día. Aunque la peña me da sombra, la
soledad es enorme, y el terreno incómodo. Se están juntando nubes y nada sería
peor que me atrapara una tormenta en la estrecha canal de la Jenduda. Con esto
de robinsonear me pasa como con los sacrificios en ajedrez: por uno que me sale
bien me salen diez mal. De pronto siento frío en la cara. Sube de una sima con nieve en su fondo, una nieve que llevará ahí siglos. Los Picos
de Europa son considerados el Himalaya de la espeleología. Su terreno kárstico
ha propiciado que, si existen unos 20 “menos miles” en el planeta, la mitad estén
aquí.
Llego por fin al Tiro Casares, por el que se pasa hacia el refugio de Collado Jermoso (mañana haré parte de ese veredero). Desde aquí ya conozco el camino, que enseguida pasa por debajo de la Horcada Verde. La senda desciende por pedrero, pero los argayos la han roto en mil sitios. Han debido de caer unas tormentas tremendas. Los neveros hacen en su superficie unos dibujos circulares que no son sino el relieve del granizo que los creó.
Casi no me queda agua, pero estoy cerca de Fuente Escondida. Paso por una bocamina que se introduce 100 metros montaña adentro (los conté el día que subí el Madejuno). La fuente está tapada por un gran nevero. No tendré más remedio que beber nieve. Retiro la capa más superficial y lleno una cantimplora. Echo la poca agua que me queda y agito. El calor la irá derritiendo poco a poco, al ritmo justo para poder ir dando tragos pequeños. Ya llego a la Vueltona y me cruzo en el camino de El Cable con tres rebecos, los únicos del día. Se distingue bien el tajo de la Jenduda, quizá la canal más estrecha y pindia de Picos (con excepción del final de la horcada de Pambuches). Hay a su inicio un mínimo valle herboso que es una delicia pero que, por la razón que sea, a muchos les parece inhóspito.
Luego el relieve se
desploma, pero la bajada es más o menos cómoda si se va pegado a la pared
derecha, evitando la piedra menuda. Al final de la canal hay una gran roca
empotrada por la que hay que destrepar. La recuerdo de la única vez que bajé antes por aquí, con mi padre, hará unos 30 años. A la precaria cuerda que había entonces han añadido una
cadena para agarrarse y escalones soldados a la roca. Salvado ese paso la canal
se abre y hay que ir tendiendo hacia la izquierda, abandonando el argayo que la
continúa, que da a un desventido, palabra que es sinónimo de “cortado” y que no
figura ni en el diccionario académico ni en el Nuevo Tesoro ni en el CORDE ni
en ningún lado, y que por eso yo usaré siempre que pueda (la conocí en una
placa en Camarmeña). El camino sigue en zigzag hasta unirse con el que baja de
los tornos de Liordes.
Con la tontería llego al coche a las nueve, pero tengo tiempo para ducharme antes de cenar. Qué placer, después de una paliza como la de hoy, sentir el agua fresca sobre la cabeza, comer sentado en una silla y no sobre piedra, dormir en una cama. Paseo la cena por el barrio de Lon. Paso un buen rato en el atrio de la ermita oyendo a los pájaros sin más, con un dulce olor a boñiga. Por el balcón abierto del cuarto entra el ruido del arroyo que atraviesa el pueblo. Cuando me tumbo aún entra luz.
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