A partir de cierta momento de nuestra vida el tiempo, como un ladrón taimado, se nos empieza a llevar recuerdos, momentos escogidos de los que el corazón no quisiera desprenderse. Es un motivo más, sólo uno más, para escribir: detener la ineluctable fuga de las cosas.
Rara vez se para uno a pensar en las razones que le atan a sus seres queridos, a pensar su sentimiento, y habría ternuras y sutilezas que no podríamos fiar a las palabras. Para nunca olvidarlo, dejo aquí anotado un gesto de S. que me cautivó. Por mi cumpleaños pasamos un fin de semana en las merindades del norte de Burgos. Poder conocer aquellos pueblos, puro canto de la piedra, fue su regalo. Al llegar a la casa donde nos hospedaríamos, en Puentedey (que podría pasar por uno de aquellos espectaculares escenarios naturales de las películas de John Ford), al llegar a la casa, nos esperaba la dueña para mostrárnosla y completar el pago. Dijo la mujer, una anciana con ojillos de niña: “Eran 200, menos 70 que me diste...” “130”, atajó S. ya con el dinero en la mano. Pensé entonces que cualquiera, con las cuentas ya hechas, aguardaría agazapado un posible error de la anciana del que beneficiarse. La espontaneidad y ausencia de malicia de ese gesto despertó en mí en ese instante un sentimiento de honda ternura y no sé qué fondo de compasión.
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