Camino hacia el
conservatorio. Se prepara tormenta. Los pájaros han desaparecido. Se
levanta un aire cálido, cargado de electricidad, que hace
instintivamente avivar el paso. A lo lejos, sobre los montes Torozos,
como colas de fuegos artificiales, se desparraman lentas cortinas de
agua combadas por el viento. Ya a resguardo en el aula, un mes
después de la última vez, comienza a llover. Es una lluvia mansa,
bendecida por la luz. Bajo ella, todo parece sonreír: los rebollos,
la hierba, la calzada. Apoderándose de todo, silenciando el maquinal
estudio que el alumno ejecuta, la lluvia nos habla muy directamente,
despertando en nosotros algo que parecía esperar, anestesiado. Siento el impulso de
abrir la ventana para aspirar la alegría de la tierra y mejor saber del
milagro. Pero no hay ventana (es este un edificio inteligente). Cada
poco el cielo, que tiene una digestión pesada, emite un borborigmo,
más o menos coincidiendo con cada pifia del alumno. Cuando termina
de tocar bromeamos sobre ello. Luego pasamos uno o dos minutos
mirando llover, sin hablar. Durante el allegro, en Telemann, un
fogonazo inunda el aula de una luz blanca. Tocas demasiado rápido,
le digo. Ha saltado el radar. Al salir, al ocaso, la tierra ha
absorbido todo el agua, tal necesidad tenía de ella. La pajarada es
una fiesta. El aire, fresco, limpio.
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