Empiezo
el día de la mejor manera: anotando en la libreta, con mi más
demorada caligrafía, la versión definitiva (que luego tal vez no lo
sea) de un nuevo poema. Fue la noche larga, o corta, según se mire.
Cuando estaba a punto de desistir, después
de infructuosas y a veces tuntunescas cribas, tachones, vueltas y revueltas, una idea feliz lo desentrañó.
Y es que estas cosas se complican cuando no se empiezan por el
principio, esto es, por el final. Pero salió, aun a costa del descanso, y se fue uno a la cama feliz. Lo dormido por lo soñado, sueño
por sueño.
En cuanto al ingenio, ya me podré olvidar de él por un
tiempo. Una revisión cuando toque, y andando. Lo veo esta mañana, con su ropa de andar por casa –esas
emes apresuradas, esos renglones desmayados– como al joven
que al convertirse en mayor de edad gana autonomía. Pero no la
autonomía. Le falta tanto para pasear su emancipación y sus galas por el
mundo... Quiere uno pensar que cuando esto ocurra irá con él lo
mejor de sí, como un embajador de la primavera y de los caminos, de
su pueblo y de las castañas, y le dejará ir como el atribulado
padre que en lo más hondo confía en su criatura, en lo que dirá y
será por esos mundos de Dios.
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