El
recreo. ¿A qué jugamos?
Eso iba por modas. Había temporadas en que la moda era la comba, y
todos jugábamos a la comba; después era la cinta, y todos a la
cinta; luego la peonza, las canicas, el churrobá, las chapas, los
campos medios (o campos quemados, en versión más épica), el cinto,
el frontón, y los grupos y las relaciones se organizaban en función
de esos juegos, algunos de los cuales frisaban, todo hay que decirlo,
el límite de la crueldad.
Como el cinto, cuya mecánica era muy sencilla, como la de la mayoría
de los juegos, regidos por reglas claras que evitaran en lo posible
las interpretaciones y los litigios, que los había. Por sorteo, un
jugador que hacía de “madre” escondía un cinturón en algún
lugar del patio sin que los otros, que aguardaban en “casa”, lo
vieran. Cuando ya estaba escondido, a la voz de ya se volvían y
comenzaban a buscarlo cautelosos, sin separarse demasiado, pues el
que lo encontraba empezaba a repartir latigazos con él a todo aquel
que no se hubiera puesto a salvo en “casa”. Estaba prohibido
darlos por encima de la cintura y con la hebilla, aunque no siempre
se respetaban estas normas. Aquello más que jugar era sufrir. Pero
había que hacerlo.
El
churrobá, versión cafre de la pídola, tenía también su
componente sañudo. Se formaban dos equipos de tres o cuatro personas
cada uno. Los del primer equipo saltaban de uno en uno sobre la
espalda de los del segundo, que “la ponían” formado un
trenecito, agachados y con la cabeza entre las piernas del de
delante. Dentro de ese segundo equipo de los mulos, o sufridor, había uno que no lo era tanto, que se colocaba de pie con la espalda
apoyada en la pared en sentido opuesto a los del trenecito. Era
la “madre”, que, cuando habían saltado todos los del primer
equipo, preguntaba: ¿tijerita,
navajita, ojo de buey? a la vez que con
la mano extendía dos dedos, uno, o hacía un círculo con el pulgar
y el índice. Si su compañero primero del trenecito, que no podía verlo, lo adivinaba, se cambiaban los roles y los mulos pasaban a saltar. Si no, la volvían a poner, y así
hasta que acertaran, y también si el trenecito se abría o se movía
demasiado. Se cambiaba también si alguno de los que saltaban tocaba con el
pie el suelo o la pierna de alguno de los mulos. Esto, naturalmente,
era una continua fuente de polémica, por lo que había un árbitro.
Como todo juego, tenía también sus trampas. Por ejemplo, que la
“madre”, según marcara navajita, tijerita u ojo de buey torciera
un pie hacia un lado, hacia el otro o lo dejara recto para que su
doblegado compañero acertara. Las infracciones, si eran
descubiertas, se castigaban con capones o collejas, a disposición
del árbitro. El componente sañudo venía dado por las diferentes
maneras de caer sobre los mulos: “a bomba”, para lo cual los del
equipo saltador aupaban en el aire al que saltaba para causar mayor
estrago en el aterrizaje, o en el caso de mayor crueldad, con las
rodillas. También se valoraba, y otorgaba un cierto prestigio, el
componente artístico. Así, había quien giraba 180º en el aire
para caer al revés, o 90º, aterrizando de lado. Estas cabriolas eran más comunes cuando había chicas cerca. El nombre le viene
al juego porque al impulsarse el saltador tenía que gritar
“¡chuuurrobá!”, aunque también se podía decir “¡chorizo!”
Hasta en los juegos sin contacto físico había una tendencia a la
burricie. Así, en los de cartas, especialmente en los de descarte,
se aplicaba al perdedor el “repelús”, en que el dorso de su
mano sufría pellizcos, arrastre de nudillos, machaque con el puño o
punción vertical con el índice de los otros jugadores según el
palo de las cartas que le quedasen.
En la peonza, el lance de mayor gloria era el de arrancar el rejo de
la que estaba en el suelo, que el lanzador se quedaba y exhibía como
un trofeo. Esta ambición hizo que se fuera pasando del peruco de
rejo redondeado a artillería pesada cuyo apéndice afilábamos en
casa, aunque al subirla a la palma de la mano nos la dejara roja y
escocida. Finalmente se llegaron a prohibir, ya que levantaban la
brea del suelo. Cuando algo así sucedía, sencillamente se cambiaba
de moda.
Con qué discreción y sencillez cuentas estas algaradas de chiquillos. Qué risa. Lo sañudo no quita lo divertido. Algún que otro capón caería con mas guasa de la cuenta.
ResponderEliminarSaludos, Sergio.
Aún me pica el colodrillo.
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