miércoles, 13 de junio de 2012

EL AUTOR SE CORTA LA COLETA (I)

        Se acerca el cabodeaño de mi conversión al calvinismo. Para celebrar tan acertada decisión, dejo caer de mi cuaderno gris (ni por esas) a la famélica sección "Archivo" esta incalificable prosa que parió mi aún enmarañada cabeza hará eso, un año.

 *   *   *

Releo al azar algunas de estas notas y me molesta tanta ironía, tanta crítica a todo y a todos… excepto a mí. Como si esta no flotara, estancada y putrefacta, en mis cloacas. Cuánto mejor me iría si su sentido fuera el opuesto y, en vez de mantener reluciente la fachada y arrojar basura a mi patio interior, me riera de mí hacia fuera para refrendarme por dentro.

De hecho, iba a comenzar este divertimento de diferente manera. Tenía ya preparadas agudas y venenosas flechas para lanzarlas contra D., el grupo de anoche: si esta dispararía contra un vergonzante amateurismo, aquella apuntaría directamente al físico del cantante, cuyo cuerpo habría ido dando tumbos confusamente del gimnasio al telepizza. Bravo.

Como cualquier día es bueno para acometer un propósito de enmienda, y de paso conseguiremos con ello huir del prototipo de escritor “humorista” que, a decir de Mairena, se ríe de todo y de todos y al que, para ser humorista, le faltaría haberse reído alguna vez de sí mismo, dejemos a D. en paz y veamos qué le ha pasado, por ejemplo, a la menguante cabellera que un día diera lustre, autor amigo, a tu orgullosa testa.

Era yo, desde donde recuerdo, un niño feliz. Ninguna preocupación importante empañaba mi natural disposición al juego y la alegría. Iba con mis hermanos al colegio en el que mi madre trabajaba como maestra. Al salir, a las cinco, aprovechaba para llevarnos una vez al trimestre a una peluquería cercana, donde los tres éramos esquilados sin contemplaciones.

Aunque en el instituto la frecuencia y violencia de las podas era menor, no fue hasta la universidad cuando a uno le empujó una querencia demasiado viva por la música y la estética de los 60´ que le condenó a un desaliño de náufrago, y habría seguido gustosamente, tan errada era su derrota, los atolondrados pasos de un Jim Morrison por el mundo. A tal disparate se sumó pronto otro no menos nocivo, el deslumbramiento por la poesía y su consiguiente inclinación hacia la fachendosidad de la bohemia y la poetambre más mugrienta. Sería de ver hoy con lástima a ese veinteañero barbudo y desastrado con ínfulas de pasar por mucho mayor de lo que era.

Pero he aquí que las leyes genéticas vinieron a poner freno a tales dislates y a dar al traste con tanta gallardía, al menos en lo referente al componente piloso, y así mi abigarrado ejército de montaraces vedejas fue perdiendo unidades a ritmo de progresión geométrica insoportable. Cada mañana la almohada me mostraba un panorama lúgubre, de una rotundidad inapelable, que miraba de reojo con una mezcla de asco y espanto. Al pasar de los años la escabechina no cejaba, y ante el beligerante empuje de la despoblación hubo que empezar a maquinar soluciones encaminadas a suplir número con colocación. Vencidas las primeras filas del pelotón, se dispusieron a ocupar su puesto las facciones de los flancos primero y de la retaguardia después, puertas al campo que una racha de viento malcarado derribaba a las primeras de cambio, poniendo en evidencia el teatrillo. Se sentía uno solo en esta lucha. El peine no ayudaba, más al contrario. La fijación natural que proporcionaba la almohada apenas sí servía para las primeras horas del día. Le parecía a uno la laca un recurso femenil, a usar solo en casos extremos, por ejemplo en las bodas, dejándole una punta de mala conciencia que se le antojaba paradójica en ese ámbito en el que, con honrosas excepciones, el uso de potingues y afeites es indiscriminado. Con todo, iba uno intentando asumirlo, y hasta bromeaba con ello. “En tu bola no puedo ver tu futuro, pero sí el mío”, vacilaba a un amigo prematuramente mocho mientras mis manos sobrevolaban su pista de aterrizaje.

Pues existe el límite de lo ridículo, ¿dónde está? ¿Pudiera haberlo traspasado? Descartado el abyecto recurso de la escalofriante cortinilla, y el inédito, por arriesgadísimo, de dejarme las cejas largas (hacia atrás), echada está la suerte del descabello. Así, me quitaré una preocupación de encima. Seré un calvo brutal, temido por los niños. Mis propios sobrinos me mirarán con recelo nuevo, como si en mi lustroso encerado se imprimieran, solo para sus ojos, que todo lo ven, palabras terribles: malvado, mentiroso.

Me da igual. Como quien se desprende de un pecado que le pesaba en la boca del estómago, así me siento tras esta pública confesión, ligero por dentro… y ya casi por arriba. De mañana no pasa.

3 comentarios:

  1. El mundo entero, más tarde o más temprano, será de los calvos. Humorismo del bueno destila esta prosa de honda raigambre cervantina. Aunque en este caso, la amputación no afecte al brazo que sostiene la pluma, sino a estos pelos que serán dentro de nada pasto del olvido.
    Saludos, Sergio.
    Manuel

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