lunes, 17 de noviembre de 2014

BROTES DE VICENTE GALLEGO

Las cosas naturales vuelven siempre, escribió Unamuno en endecasílabo memorable. En correspondencia, no es sino gratitud elemental que a ellas vuelva la poesía, en verso o en prosa, caso de Cuaderno de brotes, último libro de Vicente Gallego. 25 años han transcurrido desde La luz, de otra manera. Y cosa natural como ninguna es que los poemas del autor hayan ido modulando su voz de la mano del hombre, acompañando al poeta en su discurrir vital, en su decantación. Por eso, apreciando uno los libros primeros de Vicente Gallego, prefiere los últimos, libros y poemas de serena celebración. La reseña que sigue, publicada en el último número de Clarín, da más detallada cuenta de ello.


     

DONDE LA VIDA
Quizá desconcierte al lector de poesía abrir un libro de Vicente Gallego y encontrarse una disposición tipográfica a línea tirada. Si esto lo convierte o no en prosa poética es algo que yo no sé. Pero sí que no por ello contiene menos poesía. ¿Hemos de dudar de la entidad poética de este Cuaderno de brotes sólo porque el verso se esconda, por juego o timidez, para darse sólo a quien sabe escucharlo? Para el autor no sería difícil dar a la mayoría de los textos la apariencia del verso. En base a esto, sería un error considerar este libro distinto del anterior Mundo dentro del claro, con el que tanto comparte, y lamentable prestarle menos atención. Pero como las cuestiones de género o subgénero se revelan la mayoría de las veces anecdóticas cuando no latosísimas, más ganaremos haciendo notar la voluntad de estos poemas de fijar el instante. En ello recuerdan a las estampas japonesas. No es casual que las dos citas que abren el libro sean del pintor Shitao y del poeta Basho. A trazos descriptivos como los del rezo de la mantis, el despertar al día de los objetos del cuarto o la caída de los pétalos de una rosa siguen escenas en que el poeta busca las hierbas con que aderezar su alimento, poda un pino o masajea la espalda de su hijo. Entre unos y otras nos es revelada la rama común de estos brotes: “En cuanto encuentro unas horas disponibles, me meto en el bolsillo mi pequeño cuaderno y salgo a comer y beber campo, soles, aire lavado, porque algunas veces brota en la mañana una palabra verdadera, (…) esa palabra que nunca encontraré y por la que esta vida ha sido tan hermosa.” El paseo y el cuaderno, y con suerte los brotes. Pero estos ¿qué cuentan? Casi nada: lo que cuenta. El poeta hunde un brazo en el agua de un río, sale a la noche sola del monte y le da lo suyo a los sentidos. Por amor a lo pequeño es minucioso. Muchas veces pregunta (normal, ¿qué pregunta de ley tendrá respuesta?); otras interpela al romero, al sol, a la raposa que le hace una visita nocturna; siempre celebra. Vive para la revelación de la belleza, que es amor, y que está ahí en todo y para todos. “Pero no lo verá el que quiera hacer fuerza, el que vea un error en el curso del agua.” No hay nada que entender. Acepta el dolor como emisario del gozo. Como Whitman, uno de los poetas más incomprensiblemente preteridos de nuestro tiempo, se canta a sí mismo en lo suyo, mostrando una vez más las vergüenzas de la vieja y triste idea de que con la felicidad no es posible hacer buena literatura.

A brotes y ramas los sustenta la raíz de una poética que el autor fía a la lluvia, el fruto o el pájaro: “Si alguien quiere saber cómo escribo a estas alturas, le sugeriría que preguntara a la lluvia cómo cae, al fruto cómo crece. Escribo escribiendo, respiro respirando (...) No se hace poesía con el pensamiento, se hace con palabras sueltas, apenas con sonidos, escuchando los asomos musicales, dejándolos decirse y desdecirse, casi casi con nada.” Qué lejano este temperamento del de aquellos poemas locuaces y terminantes, urbanos y a menudo canallas de los libros que el autor deja fuera de la nota bibliográfica, poemas excelentes de otra manera, pero sin duda más epocales.
Uno de los valores a sumar a este libro es la frescura de sus imágenes: los árboles son maracas de la brisa, rasca los montes el fósforo del sol, que es también arpista del cabello, patinador del iris. Hay poemas de intimidad familiar en que el poeta se retrata con su hijo, su madre, su gato o algún amigo. Tampoco le niega el alma a los objetos. Pero los más numerosos son aquellos en los que busca su escondida senda, los que se abren a la hermandad del sol y de la lluvia (ante la que “todo asiente, y nadie sabe a qué verdad, qué poderío”), del viento y de la noche, una noche paseada, respirada (“esta gloria inmemorial de no terminársela con los ojos, este instantáneo cumplimiento”), y en especial del monte, “corazón abierto, espacio que no engaña”, “maternidad diáfana donde el alma no encuentra límites” y donde el poeta “saca agua del aljibe interior”.
Lean este Cuaderno de brotes los agoreros de la muerte de la naturaleza en la poesía. Pues ¿dónde estará mejor que aquí, donde la vida?
 

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