Mejor
que la vuelta a nuestros asuntos después del bullebulle y el
descoloque de un verano que se resistía a entregar la cuchara –y
no negaremos que esta porfía suya nos brindó como adehala gozosos
contrapuntos, como que bien entrado octubre los grillos siguieran
mejorando el silencio de la noche–, mejor aún que adivinar la
alegría por el reencuentro en la mirada de algunos alumnos con los
que llevamos aprendiendo años, mejor que todo, los catorce ojos, las siete cabecitas
apiñadas avizorando cómo sopla su profesor para hacer sonar el
instrumento –y el profesor se siente un poco marciano–, el regalo
de su risa, sus almas limpias y necesarias como el agua. Y, todo
calor, el inesperado codo de uno de los niños, al que he visto hoy
por segunda vez, sobre mi hombro.
Hermosa sencillez indocente ésta, y la chispa de la inteligencia brillando...
ResponderEliminarSalud
Manuel Marcos
Qué gusto que los niños aún tengan hombros de profesores en que apoyarse. Y qué envidia ese calor, el codo de un niño.
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