Las
campanas tocan a muerto. Al salir de la iglesia, una niebla invernal
que se enreda en las viñas acompaña a la comitiva camino del
cementerio. Se diría que la niebla ahonda el silencio, como, paradójicamente, el amortiguado murmurio de las
pisadas sobre la gravilla, el roce de las chaquetas de cuero, los
pantalones de pana, los abrigos de astracán. Cuando en el
camposanto el cura comienza a rociar con el hisopo el nicho
equivocado, toda la dignidad del ceremonial de la muerte se desmorona
y quedan los deudos solos frente a ese espejo insondable que sólo
refleja la inexistencia, la nada.
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