Echada
la jornada, camino lentamente hacia casa. Al rebasar la solitaria
farola del paseo reparo en mi sombra. La rastrera. La gregaria. ¿Para
expiar qué pecado, qué engaño o soberbia de qué remoto héroe
fuimos condenados a arrastrar como un fardo el negro fantasma de
nuestra carne? Porque debió de haber un tiempo cenital en que
nuestra figura corría ligera sin lastre de sí, y no hallaba en el
suelo el hombre la amarga constancia de su atadura a la tierra. Sin
embargo, proseguimos. Queda atrás la farola. El lúgubre reflejo se
sabe más cierto a cada paso. La proyección de mi figura se alarga,
deformándose hasta lo grotesco. Su contorno se difumina. Sabe que
acabará conmigo. Píndaro también lo supo: seres de un día somos,
el sueño de una sombra.
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