“Vaya, vaya,
ocho añazos”. Carmen asentía satisfecha. Tiene una cara redonda, muy simpática,
porque ríe con toda ella, y lo hace a menudo. Cuando no lo ve claro se
limita a suspirar, seria. ¿Qué duda tienes?, le digo entonces. Y sin decir
palabra señala un calderón, o un puntillo. Estaba tocando una de las piezas de
un método de iniciación con canciones populares que pergeñé hace unos años.
Hacia el final el sonido empezó a temblar, y paró. “Cógelo aquí”. La miré
mientras repetía el pasaje. Noté que, aunque luchaba contra ello, había algo
que le hacía reír. Bajó la flauta y sonrió de esa manera que dije, como una
luna llena. ¿Pero qué pasa, qué te hace gracia? Y señaló debajo del pentagrama,
donde viene la letra de la canción, justo donde pone “matarilerilerile”. Nos
reímos un buen rato los dos, contagiosamente. “¿Qué tontería, verdad?” Ella quería
parar, pero no podía. A mí no me habría importado seguir así un rato, pues no
hay mejor lubricante que la risa. Al final de cada arranque suspiraba, “Ah”, y
volvía.
Después tuve clase con Alonso. Es un
buen alumno. Venía temeroso. Había estado malo y no había podido tocar mucho.
La clase anterior se había echado a llorar porque, confesó, no le salía bien el
estudio de las apoyaturas. Al inicial alivio por la nula gravedad del asunto siguió
la tristeza al pensar en la presión que el niño había soportado esos
días por tan poca cosa, y en mi responsabilidad por haberse llegado a ello.
Hablamos sobre a qué se venía al conservatorio, y le quité toda importancia al
hecho de pasar o no los estudios. Parece que quedó tranquilo, pero una semana
después entraba en clase con una preocupación similar.
–¿Pero alguna vez te he echado
una bronca?
–Bueno, un poco.
–Hombre, si no lo haces bien te lo tendré
que decir, pero cuando lo haces bien también te lo digo, ¿no?
–Psí.
Pensaba yo
de qué manera podíamos fijar un marco de relaciones, por decirlo mal y pronto. Y
él se me adelantó:
–Como lo del doble picado.
–¿Qué?
–Sí, lo que
me dices del doble picado, que no tiene que ser ni muy tuku ni muy dugu, que
tiene que ser algo intermedio. Que ni echarme la bronca ni decirme
siempre que bien.
Debí haber empezado
por decir que Alonso tiene diez años y la inocencia intacta. Una inocencia,
moneda de dos caras, risa y llanto, que acabará perdiendo. Pero ya que nos la
quitan, cuánto nos va en que no se pierda del todo su valor, en que sea al menos
canjeada (y ahí estamos todos) por esa otra, no sé si de menos valor, llamada
naturalidad, cuando no por ese tesoro llamado bondad.