Las cosas naturales vuelven siempre, escribió Unamuno en endecasílabo memorable. En correspondencia, no es sino gratitud elemental que a ellas vuelva la poesía, en verso o en prosa, caso de
Cuaderno de brotes, último libro de Vicente Gallego. 25 años han transcurrido desde
La luz, de otra manera. Y cosa natural como ninguna es que los poemas del autor hayan ido modulando su voz de la mano del hombre, acompañando al poeta en su discurrir vital, en su decantación. Por eso, apreciando uno los libros primeros de Vicente Gallego, prefiere los últimos, libros y poemas de serena celebración. La reseña que sigue, publicada en el último número de Clarín, da más detallada cuenta de ello.
Quizá desconcierte al lector de poesía abrir un libro de Vicente Gallego y
encontrarse una disposición tipográfica a línea tirada. Si esto lo convierte o
no en prosa poética es algo que yo no sé. Pero sí que no por ello contiene
menos poesía. ¿Hemos de dudar de la entidad poética de este Cuaderno de
brotes sólo porque el verso se esconda, por juego o timidez, para darse
sólo a quien sabe escucharlo? Para el autor no sería difícil dar a la mayoría
de los textos la apariencia del verso. En base a esto, sería un error
considerar este libro distinto del anterior Mundo dentro del claro, con
el que tanto comparte, y lamentable prestarle menos atención. Pero como las cuestiones
de género o subgénero se revelan la mayoría de las veces anecdóticas cuando no
latosísimas, más ganaremos haciendo notar la voluntad de estos poemas de fijar
el instante. En ello recuerdan a las estampas japonesas. No es casual que las
dos citas que abren el libro sean del pintor Shitao y del poeta Basho. A trazos
descriptivos como los del rezo de la mantis, el despertar al día de los objetos
del cuarto o la caída de los pétalos de una rosa siguen escenas en que el poeta
busca las hierbas con que aderezar su alimento, poda un pino o masajea la
espalda de su hijo. Entre unos y otras nos es revelada la rama común de estos brotes:
“En cuanto encuentro unas horas disponibles, me meto en el bolsillo mi pequeño
cuaderno y salgo a comer y beber campo, soles, aire lavado, porque algunas
veces brota en la mañana una palabra verdadera, (…) esa palabra que nunca
encontraré y por la que esta vida ha sido tan hermosa.” El paseo y el cuaderno,
y con suerte los brotes. Pero estos ¿qué cuentan? Casi nada: lo que cuenta. El
poeta hunde un brazo en el agua de un río, sale a la noche sola del monte y le
da lo suyo a los sentidos. Por amor a lo pequeño es minucioso. Muchas veces
pregunta (normal, ¿qué pregunta de ley tendrá respuesta?); otras interpela al
romero, al sol, a la raposa que le hace una visita nocturna; siempre celebra.
Vive para la revelación de la belleza, que es amor, y que está ahí en todo y
para todos. “Pero no lo verá el que quiera hacer fuerza, el que vea un error en
el curso del agua.” No hay nada que entender. Acepta el dolor como emisario del
gozo. Como Whitman, uno de los poetas más incomprensiblemente preteridos de
nuestro tiempo, se canta a sí mismo en lo suyo, mostrando una vez más las
vergüenzas de la vieja y triste idea de que con la felicidad no es posible
hacer buena literatura.
A brotes y ramas los
sustenta la raíz de una poética que el autor fía a la lluvia, el fruto o el
pájaro: “Si alguien quiere saber cómo escribo a estas alturas, le sugeriría que
preguntara a la lluvia cómo cae, al fruto cómo crece. Escribo escribiendo,
respiro respirando (...) No se hace poesía con el pensamiento, se hace con
palabras sueltas, apenas con sonidos, escuchando los asomos musicales,
dejándolos decirse y desdecirse, casi casi con nada.” Qué lejano este temperamento
del de aquellos poemas locuaces y terminantes, urbanos y a menudo canallas de
los libros que el autor deja fuera de la nota bibliográfica, poemas excelentes
de otra manera, pero sin duda más epocales.
Uno de los valores a sumar a este libro es la frescura
de sus imágenes: los árboles son maracas de la brisa, rasca los montes el
fósforo del sol, que es también arpista del cabello, patinador del iris. Hay
poemas de intimidad familiar en que el poeta se retrata con su hijo, su madre,
su gato o algún amigo. Tampoco le niega el alma a los objetos. Pero los más
numerosos son aquellos en los que busca su escondida senda, los que se abren a
la hermandad del sol y de la lluvia (ante la que “todo asiente, y nadie sabe a
qué verdad, qué poderío”), del viento y de la noche, una noche paseada,
respirada (“esta gloria inmemorial de no terminársela con los ojos, este
instantáneo cumplimiento”), y en especial del monte, “corazón abierto, espacio
que no engaña”, “maternidad diáfana donde el alma no encuentra límites” y donde
el poeta “saca agua del aljibe interior”.
Lean este Cuaderno de brotes los agoreros de
la muerte de la naturaleza en la poesía. Pues ¿dónde estará mejor que aquí,
donde la vida?