Va de poetas asturianos. Xuan Bello entrevista en "Clave de fondo", de RTPA, a Javier Almuzara, del que acaban de publicarse dos libros en Renacimiento, una antología con nada menos que cuarenta inéditos y una recreación de las rubaiyatas de Omar Khayyam. La conversación es una delicia de principio a fin.
viernes, 27 de junio de 2014
martes, 24 de junio de 2014
CASAS, COSAS
Para celebrar los cincuenta años
de César González-Ruano un grupo de amigos le regala la edición no
venal de un libro que él mismo debe escribir. Se le ocurre hacer un
censo de las casas que ha habitado en ese medio siglo, el “movedizo
cuartel y corte de mi existencia”, nada menos que veintitrés, en Madrid,
Italia, Alemania y Francia. El problema es que, para que salga a
tiempo de la imprenta, debe escribirlo en apenas cinco días.
Esta premura
-nada nuevo para un articulista y su
vida de prisa-
lejos de dificultar la labor del autor, es considerada por este
necesaria. “Otros necesitan de la calma, yo preciso de un
desasosiego inicial sin el cual no haría probablemente nada.”
Todos los libros de Ruano tienen
algo. Incluso los más circunstanciales como este de Mis
casas (Fundación
Mapfre) aciertan a despertar en el lector simpatía por un autor con
tantas sombras en su biografía como luces en sus incontables
páginas. Ocurre con el Ruano personaje como con esos gánsters del
cine negro a cuya causa uno se adhiere sin condiciones (un Sterling
Hayden en La jungla de asfalto,
pongo por caso). Casi inspiran lástima algunos pasajes: “Cuando
nos eran precisas cosas tan elementales como camas y armarios,
compré, invirtiendo en ello todo el dinero que tenía aquella tarde,
una piel de cocodrilo y aquella noche casi no se pudo cenar.” La
dedicatoria, que podría parecer extravagante, es en verdad
entrañable: “A los animales muertos que vivieron en las paredes de
estas veintitrés casas oyendo y viendo demasiado.” El prólogo
es lo mejor del libro. Escribe en él Ruano: “Lo difícil de estas
cosas es dar con ellas -el
tema- y, después, el que la idea primaria y electiva tenga más
simpatías que diferencias en nuestro propio eco susceptible de
creación: escribir luego es lo de menos, es una función hija
natural del oficio, de la experiencia profesional, de una rutina que
es casi imposible que falle (…) Empiezo, pues, en la mañana
madrileña, y en el café Gijón del Paseo de Recoletos. Son las diez
en punto. Todavía tengo cuarenta y nueve años. Y una sed de
ilusiones casi infinita.”
Luego
asistimos al trasiego de aquella vida un tanto aturdidos, sin
comprender las causas de tanto movimiento ni las circunstancias que
hacen que el autor y personaje tan pronto viva con lo puesto como le
sobre el dinero. En
un momento dado del escrutinio inmobiliario, pasa de la primera
persona del singular a la del plural. Apenas se entrevé la figura de
Marta de Navascués, su compañera, excepto en la última línea del
libro (también de esta reseña). De la de su hijo, ni eso. Siendo
este un relato tan fragmentario a pesar de su unidad temática, no parecerá tan mal como en otros entresacar algunos pasajes de él:
“Fue
esta una época muy movida, y en ella escribí y publiqué varios
libros, entre ellos mi biografía de Baudelaire, que es un libro
apasionado y de los que más me gustan de los míos que, en general,
me gustan muy poco.”
“Bueno,
mediano o malo, yo tengo mi gusto, mi gusto que naturalmente a mí me
gusta, y no concibo que nadie pueda intervenir en él, por lo mismo
que, aunque demasiado bien comprendo la belleza, tampoco cambiaría
mi cara por la de un Apolo de escultura griega.”
“No
sabía aún que para vivir pobremente hay que ser rico y que si no es
poco menos que imposible.”
“Sólo
en moneda extranjera había traído doce mil dólares y unos
centenares de libras. Todo se bebió religiosamente.”
“(...)
los libros, caretas chinas, alguna escultura arqueológica, la famosa
piel de cocodrilo, dibujos y fotografías que completan los recuerdos
de mi memoria. Tanto
amo estas pequeñas cosas que he renunciado a dormir en la alcoba y
duermo entre ellas. ¿A
dónde irá uno todavía a parar? Ahora cumplo mi medio siglo, y aún
no he tenido tiempo para poner marco a muchos cuadros que siguen sin
ellos. Salgo poco de casa. Yo, que no tengo nada, tengo estas cuatro
cosas y me refugio entre ellas obstinadamente. Todo
está viejo, tapicerías, alfombras, pero también estoy viejo yo y
no quisiera estar más joven, si a cambio de ella tuviera que borrar
algo de lo que he vivido. Equivocada, torpe muchas veces, enferma de
vida y de muerte, amo mi vida como un monumento sombrío en que tú
sola, tú, a quien nunca nombro, eres toda la luz.”
domingo, 22 de junio de 2014
lunes, 16 de junio de 2014
LA VÍSPERA, DE RODRIGO OLAY
La
víspera (La isla de
Siltolá) es el segundo libro de poemas de Rodrigo Olay (Noreña, Asturias,
1989). Sin duda asombrará a quien llegue a este autor por vez primera la
personalidad que demuestra a tan breve edad. Pero esta ya había quedado patente
en Cerrar los ojos para verte
(Universos, 2011), un tour de force donde
el joven poeta mostraba las armas de sus letras: una observación limpia y
admirada de la naturaleza, la voluntad de búsqueda de la palabra precisa, y
sobre todo un fecundo diálogo con la tradición y una extraordinaria habilidad
métrica que saca excelente partido a sus muy bien asimiladas lecturas. También
una sana jocundidad deudora del epigrama latino o, más cerca, del Víctor Botas
de Aguas mayores y menores. El autor
de Prosopon es uno de los numerosos poetas
que recibían en aquel libro y reciben en La
víspera sus agradecidos guiños líricos. Otros (a Ángel González o a Javier
Almuzara) denotan el ascendiente de la poesía asturiana en la de Olay como
marca de identidad; también resuenan en ella las voces de Borges o Miguel d´Ors.
Rodrigo Olay sabe que no parte de cero, que se incorpora a una tradición.
Pero bucear en la genealogía literaria del autor
tiene un interés relativo. Más provechoso parece señalar sus virtudes. La más
llamativa es su gran seguridad en el manejo de las formas, que sería lo de
menos si no estuvieran como están al servicio de la emoción. Toca todos los
palos: sonetos alejandrinos, endecasílabos o trisílabos, décimas, octavas,
haikus… La actualización de estrofas clásicas es uno de los atractivos de este
libro. El autor se adapta a ellas con naturalidad, sin forzar la nota ni la
rima. Incluye también en el libro una prosa breve (que viene a cumplir la
función del sorbete en las bodas) que deja patente la afición del poeta por el
ajedrez (publicó un ensayo en Clarín titulado
“Del ajedrez como una de las bellas artes”). Otras muestras de sana
originalidad son el poema con doble versión en asturiano y castellano o el
hecho de que otros dos, el primero y el último del libro, compartan título.
Las ideas a veces hacen la mitad del poema. Así en
el que abre el libro y le presta su nombre, una enumeración de prometedoras
vísperas que ganan por goleada al escueto y presente “Ahora, compara” del
último verso. Claro que en estos poemas se corre el riesgo de que la idea no
llegue, como tal vez ocurra en “El envidiado”. Pero donde no llega la idea
llega la poesía. No hay página si su pequeño gran placer, sin su acierto. Entre
estos, las imágenes, originalísimas, y como ejemplo las acumuladas en “Día de
nieve” para referirse al manto blanco como “cuaderno el primer día de colegio /
y virgen temerosa de su propia hermosura, / o algodón melancólico o nube de la
tierra / o también el cadáver de la luz / o quizá piel del frío”, etc. Los
poemas breves que se fían a ellas, como los haikus dedicados a las estaciones o
los epigramas, están entre los más logrados del libro.
También me parece digna de destacarse la
reivindicación del verso más allá del poema, como en “Endecasílabos” o
“Alejandrinos”, a veces reutilizándolos (por qué no), como el citado “La nieve
es el cadáver de la luz”, que aparecía en Cerrar
los ojos para verte. Este reciclaje poético es una manera más de las que
tiene Rodrigo Olay de jugar con las palabras, lo que nunca hace por darse
pisto, sino por puro cariño, como hace un padre con el hijo. Los juegos
conceptistas no se quedan en mero ejercicio retórico, sino que contribuyen a la
expresión: “amar a veces sabe a mar amargo”. El final del emotivo “Palabras a
la hija que algún día tendré” parece imitar el balbuceo del bebé (ya, yi,
yo, yu): “Porque allí yo ya no podré ayudarte.” En “La Manga. 2010. Fotografía”
vuelve a travesear con el calambur: “Cae una luz en alud que en tu figura /
todo lo cura y soy todo locura.” Si tras leer un poema como este diríamos al
autor algo como “vale, muy bien, pero ¿y la emoción?”, al pasar la página nos
encontramos con el sentido y magnífico poema dedicado al abuelo muerto.
Demuestra con ello el autor ser consciente de los peligros de la habilidad.
Los temas son variados. Alternan los de tono
clásico (“A la corte de Antíoco ha llegado un viajero”, “Diffugere nives”) con algún experimento más o menos surrealista
como “1965”, que prescinde de los signos de puntuación. Los poemas amorosos
casi siempre aciertan a evitar la pathetic
fallacy, sobre la que ironiza en “Acción de gracias”, precisamente el poema
que más la ronda. Hay también un puñado de poemas familiares, como el citado
del abuelo, o “Historia de un amor”, dedicado a la madre del poeta, ejemplo de
un tipo de poema marca de la casa, que desarrolla la técnica del engaño-desengaño:
el amor abnegado de una mujer ante el que el poeta se deja querer
interesadamente no es el de una preterida amante, sino el de su madre. Otros finales
se resuelven en paradoja; así “Elogio de la locura”, en el que, tras enumerar
una serie de audacias que no ha realizado con su novia, el poeta
concluye: “Toda la vida igual. // Dos insensatos.” Tampoco faltan las poéticas,
entre líneas o de cuerpo entero. El poema titulado precisamente “Poética” pone
deberes al lector autor: “Un poema es poema / si puede acompañar –si recordarse–
/ a quien sabe que ya es breve su tiempo. // Si pudieran tus versos ser los últimos.”
Comencé hablando de la juventud del autor,
circunstancia que en sí misma ni suma ni resta. Si por ella el libro gana en
frescura y verdad es porque las atesora. Restarle méritos apoyándonos en ella
no es sino un fácil recurso en este caso con poca justificación. Naturalmente,
los años irán moldeando el pensamiento del poeta, y con él su poesía, pero de igual
modo que lo sigue haciendo en alguien de 40 o 60 años, que no tendrá
precisamente más certezas, sino que no mostrará tan limpiamente las que le
vayan quedando. Tampoco observo el riesgo de que el caudal de referencias e
influencias eclipse su mundo interior. Todo lo demás está de su mano, mirada,
oído, seducción verbal y –no lo olvidemos ni nos avergoncemos– sensibilidad:
poesía.
miércoles, 11 de junio de 2014
UN DILEMA MÁS
Cuenta hoy Benítez Ariza en su blog, que es uno de los cinco o seis con que nos quedaríamos si tuviésemos que escoger (hipótesis absurda, por fortuna), cómo, averiado el potenciómetro de su radio, se resigna a un silencio que en realidad dice mucho más que tantos engolados contertulios. Pero estamos hechos a la rutina, y si nos la quitan, aun por algo mejor, parece que nos falta algo.
Algo parecido le ocurre a uno con el reproductor de mp3. Escuchar música por la calle en este junio no menos pajarayo que mayo, es una auténtica negación de vida. Tiene uno el reflejo de ponerse los auriculares al salir por el portal. Pero ya a veces se lo piensa, porque la música procura placer y a veces emoción, pero no es compatible, al menos para uno, con el pensamiento verbal o con la observación minuciosa de los gozosos matices del paso de las estaciones. Y sin embargo hay veces que la música no resta, al contrario, potencia lo visual, da volumen a las nubes y profundidad a la noche. No es cuestión de pensar, sino de sentir, intuimos en esos momentos que llamamos "momentazos". Pero, ya digo, sucede cada vez menos. Cuántas veces, después de tirar estragado de los cables, ha pensado uno "qué gusto".
Quizá la capacidad del oído no es ilimitada, y ha trabajado tanto...
Quizá la capacidad del oído no es ilimitada, y ha trabajado tanto...
miércoles, 4 de junio de 2014
UN REGALO
Tenía clase con Clara. Está en 4º
de elemental, el último curso del primer grado. Traducido, 12 años. Da cosa
decirle a alguien de esa edad: “El curso que viene ya estarás en profesional…”
Venía Clara con los brazos pintados. Lo hace mucho últimamente. Pude leer en
uno de los antebrazos: “No hay finales felices, sino historias que aún no han
terminado”. Lo leí en alto. “¿Estás de acuerdo?” “Más o menos”, y sonreía con
toda la cara. “Yo diría que sí hay finales felices, y te podría poner muchos
ejemplos”. No hizo falta, también estaba de acuerdo. Más o menos. Le habría
recitado, de tener buena memoria, aquel poema de Felipe Benítez Reyes, dedicado
a una adolescente, que termina “No pretendas sufrir. Aún no es momento.”
El caso es que Clara estaba un poco
agobiada por la prueba de acceso. Tras quitarle importancia (en los alumnos
buenos es un trámite), le hice ver lo bien que toca, y sobre todo que no se
limita a leer la partitura, sino que interpreta con verdadero gusto, moldeando
el aire y el sonido como por juego, algo poco común incluso en los alumnos
mayores. Tiene unas condiciones muy buenas y una madurez poco habitual para su
edad. No sé si añadir que por desgracia, ya que ha sido la vida la que le ha
dado esa madurez en no solicitado anticipo, cobrándose como de costumbre sus abusivos
intereses. Pero lo que hace especiales las clases con Clara es que tiene
conmigo la suficiente confianza como para hablarme de sus cosas (tan extremadas
ahora), incluidas sus aficiones. Dibuja muy bien. Me ha enseñado algunos
rótulos de estilo grafitero y dibujos que me recuerdan al Moebius más marciano.
No había oído Clara hablar de él, ni de Banksy, sobre los que le encomendé
indagar. Confesión por confesión, yo le conté lo mío, y tomó con ello pie para
hablarme de los poemas que ella escribe y de su abuelo poeta y su abuela
impedida, a la que lee los versos de su marido y los suyos.
Pero su creatividad no para ahí.
Compone canciones y las canta al piano, que está aprendiendo a tocar por su
cuenta. Salió de ella arrancarse con una. Era a la vez desconcertante y
hermosa, y cantándola ella y habiéndola compuesto no podría tener más
sentimiento. Era la primera vez que la oía entonar algo que no fuera una frase
de un estudio o de una obra. Su voz era distinta, una voz preciosa, con la
misma belleza de las mujeres que no saben que son bellas. La letra era triste.
Ya se sabe, ese vacío que sigue al final del amor. Un sentimiento que quizá no
haya tenido ocasión de conocer, pero que no por ello deja de sentir a flor de
piel. Yo me había retirado a la ventana para que no me viera la cara, que no
estaba de ver. Cuando vi que terminaba me recompuse como pude y la felicité.
“Es muy bonita tu canción. Sigue con ello.” Clara me decía que una canción le
parecía un buen regalo, que por qué en vez de cualquier tontería no se le podía
regalar a alguien un concierto o un dibujo. “Tienes toda la razón, Clara, es lo
mejor que se puede ofrecer a alguien, el sentimiento”.
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