Salgo a las 6:30. Dado que el
radio-cd del Ford Fiesta está bloqueado, echo al asiento del copiloto un
reproductor portátil con un pincho cuya música he seleccionado la noche antes.
Importante, porque es un viaje de tres horas. La idea es dejar el coche en
Fuente Dé, dormir hoy en el refugio de Cabrones, mañana en el de Urriellu y
pasado en Celorio, para completar la escapada a Picos por las playas del Oriente asturiano y pasando el domingo tranquilamente en Llanes, antes de
volver a Valladolid.
El viaje es pesadete hasta Herrera de
Pisuerga. Ahí se coge una provincial que pasa por Cervera de Pisuerga y Potes. El tramo
hasta Cervera está salpicado de iglesias románicas como la de
Moarves de Ojeda, a cuya rojiza portada se refirió el andariego Unamuno como
“encendida encarnadura”. Leo en un panel informativo que su color se debe a que
sus constructores sumergían los sillares en cal mezclada con óxido de hierro,
lo que contribuía a su mejor conservación. Tras Cervera y su embalse, aún en
Palencia, se entra en el Parque de las Fuentes Carrionas. La carretera atraviesa
un cerrado bosque de hayas y robles. Apago la música y bajo las ventanillas,
que enhebran, flechados, los cantos de pájaros desconocidos, acaso solo traducibles
por el androide r2-d2. Comienza luego la subida al interminable puerto de
Piedrasluengas (1355m), cuyo alto da lugar a tierras cántabras.
Aparco en Fuente Dé y tomo el teleférico con
algo de retraso sobre el horario previsto. Nada importante, son los días más
largos del año y tengo hasta las ocho, hora a la que se sirve la cena, para
llegar al refugio. Esos 700 metros que salva el cable evitan una incómoda
subida por la Canal de la Jenduda. Cuando el expendedor de los billetes
pregunta a la pareja que va delante de mí si sacan ida y vuelta y, preguntado
por estos, les informa de que se puede bajar andando por dicha canal, les miro
el calzado. No olvidarán en su vida esa bajada en que destrozaron él sus
zapatos castellanos y ella sus bonitas sandalias y tuvieron que agarrarse en un
destrepe a una cuerda que allí había. Se puede informar mejor, pero tengo
visto que la gente se mete por Picos de Europa de cualquier manera, y la montaña, que se
da entera y por nada, se cobra caras las faltas de respeto.
Ya en marcha, con el circo de la Remoña y la
Padiorna a mi izquierda y la mole de la Peña Olvidada a mi derecha, voy
recitando un romancillo que escribí aquí mismo, bajando de la Collada Blanca
con Sara. Y en este su ámbito, claro, me gusta más. Cuando el camino empieza a empinarse, se
van dando la vuelta los que subieron solo por contemplar las vistas y vivir la
experiencia del funicular. De repente me adelanta una pareja corriendo. Llevan
una pajita que les permite beber sin detenerse, y el artefacto ese que se ponen
en el brazo los que salen a correr. Por supuesto que no se fijarán en la
clavellina que brota de entre las piedras, en cómo va cambiando la perspectiva
de las cumbres, esas cosas. Les importa su reto, no la montaña. Cuando llego a La
Vueltona, los encuentro sentados en una roca, reponiendo líquido, satisfechos.
Me piden que les saque una foto y me preguntan por la altura de los picos que
nos rodean. “El más alto de estos es Peña Vieja, 2613, aunque desde aquí no se
ve la cima. El del fondo es el Tesorero, 2570, y separa Cantabria, Asturias y
León. El rojizo que hay a su derecha, Horcados Rojos, 2506”. Tienen suficiente.
“Vaya memoria, ¿no? ¿Te sabes la altura de todos los picos?” “Qué va. Es porque me las aprendí de niño. Como las capitales.”
Llego al collado de Horcados Rojos en hora y
media. Desde aquí ya se ve el Naranjo de Bulnes, que los asturianos llaman Picu
Urriellu. Se dice que los marinos, a la hora del atardecer y en los días
claros, veían el sol desangrarse sobre su cara Oeste, y que por eso le llamaban
el Naranjo. Parece mentira que, en línea recta, el mar esté apenas a 25
kilómetros. Hacia la izquierda queda Cabaña Verónica, el refugio guardado de mayor
altitud de la península (2325m), construido a partir de la cúpula metálica de la batería antiaérea de un portaaviones estadounidense. Subo en dirección al
Tesorero, pero me desvío hacia un pequeño collado que hay en su cresta derecha,
antes de las Peñas Urrieles. Desde él debo ir subiendo y bajando, llaneando en
suma, por la falda de los Picos de Arenizas hasta dar con otro collado, tras el quinto y último de ellos, que me permita pasar al de don Carlos, y de ahí al circo de
Torrecerredo, desde donde ya todo será bajada. Esta es la parte de la ruta que
no conozco, y hay siempre en ello mucho de ilusión y algo de incertidumbre, y
por momentos de congoja. Piso algún nevero (nunca había visto tan poca nieve en
este tiempo) y voy siguiendo sin problema los jitos, ganando altura, hasta que
veo sobre mí una horcada muy estrecha y monda que puede ser la mía. La última
parte es muy pindia. Llegar a un collado, o a una horcada,
que es un collado estrecho, supone para el montañero un momento de satisfacción
a pocos comparable: de repente se divisa lo que la peña tapaba, y esa alegría de
horizonte viene refrendada por un aire vivificador. Pero esta vez el viento
casi me tira. Me quedo agachado. No me resisto a hacer la foto, porque por
primera vez se divisa el macizo occidental, presidido por la aguileña silueta
de la Peña Santa de Castilla. La horcada, del otro lado, es casi vertical,
impracticable. Ello unido al viento, que tomo por mal agüero, me hace
advertir que debo volver sobre mis pasos. No se baja bien, porque la piedra está
muy rota. Las piedras pequeñas sobre las lajas hacen que se resbale. Me parece una
pena perder altura e intento bordear lo más arriba posible. Buscando el mejor
sitio pierdo mucho tiempo. Con la tontería, he perdido el camino. Hasta que a
la vuelta de una peña veo un jito un poco más abajo. Sin más aventuras, bajo
hasta él y como algo. Conviene tomarse los momentos de desaliento con un
sentimiento de justicia: es de ley que ante tantos instantes gozosos haya a lo
largo del día uno o dos momentos malos. También funciona imaginar que no va uno
solo, y así se obliga a simular entereza y control de la situación. Ya con la tranquilidad
de estar en el camino, sigo subiendo por él hasta llegar al collado, más ancho
de lo que había pensado.
Otro elemento ineludible en estos pasos son
los vivacs, círculos de piedra para cortar el viento en torno a un suelo de
tierra, construidos por si se ha de pasar la noche al raso. Ya veo
Torrecerredo, el techo de Picos de Europa (2648). Tomo otra barrita energética
y acabo el segundo litro de agua. Me tumbo un rato apoyado sobre la mochila a
la sombra de una peña. Me entra un delicioso sopor al que me abandono unos
minutos antes de continuar bordeando el hoyo, o jou, al que da el collado, hasta llegar a la collada de Caín, final
de la canal de Dobresengros. Voy escribiendo temiendo ser acaso demasiado prolijo, hasta que sale uno de estos nombres. Entonces quedo tranquilo,
confiado a su poesía. Otro vivac y otra parada para mirar con los prismáticos
antes de continuar hasta el collado de don Carlos, terreno ya conocido, con su
nevero perpetuo. No se sabe cómo, son casi las seis. A pesar de estar a tiro, renuncio
a la idea inicial de subir a la Torre Bermeja, a la izquierda de Torrecerredo.
Es lo bueno de las montañas, que siguen ahí para otra vez. Debo bordear el hoyo de Cerredo en
dirección a esta cima. Atravieso dos neveros cortos asegurando cuatro o cinco
veces cada pisada. La nieve, ni dura ni blanda, da mucha confianza, pero es inevitable
mirar hacia abajo y pensar en qué pararía un resbalón. La mano izquierda,
apoyada en la nieve, queda insensible. Salvados estos neveros, hay que ir
buscando el mejor camino, probando, subiendo y bajando, en lo que se pierde
mucho tiempo. Así que al llegar a otro nevero menos pendiente, bajo de a hecho
por él hasta abajo del hoyo, sabiendo que aunque luego me toque subir voy a
tardar menos y a disfrutar de la bajada. “A tomar por culo”, me animo en voz
alta, y me parece cosa curiosa y sana esta costumbre de hablar solo (solo en
apariencia, pues pocas veces como en el monte he sentido la propia compañía).
Ya en la parte alta del jou, bordeo por la derecha el siguiente, el mermado glaciar del hoyo Negro, en la
otra cara, la Norte, de Torrecerredo. A su derecha ya se ve la sombría mole del
pico Cabrones, que da nombre al refugio del que me separa media hora de bajada.
Aunque es ésta más rápida que la subida, carga más las piernas, y aplasta los
dedos contra la puntera de la bota. Llego justo para la cena. Saludo a una
pareja joven y al guarda. Al ir a dejar el saco a la litera veo que ya hay tres
personas acostadas. En el monte se lleva la hora vieja. Pocos placeres como el
de quitarse las botas y cambiarse de ropa. Cenamos ensalada de
tomate, sopa y pasta con mejillones (el plátano lo guardo para mañana). Daría
igual una cosa que otra, aquí todo sabe rico. Tras la cena, subo en deportivas hasta
la collada del Agua a contemplar la puesta de sol sobre
el macizo occidental que enmarca el mar de nubes. Doy con la zona donde hay
cobertura y hago los deberes. Cuando me acuesto aún hay luz.