El final del poema es como el delantero
centro de un equipo de fútbol. Sin pegada, sólo se puede sobar la
pelota y aburrir al personal. Y empatar, en poesía, es perder.
jueves, 31 de julio de 2014
lunes, 28 de julio de 2014
LOS DÍAS SIN HORA
Los que no dejan huella, leña apilada
para el fuego del olvido. Días anodinos, día más, día menos, días
en que no pasa nada, nada más que la vida. Pero días también
gracias a los cuales sabemos reconocer a los otros, los que salen en
la foto del poema. De eso habla este, publicado en el nº
9 de la revista El Alambique.
POEMA DEL DÍA SIN HORA
¿Y quién te salvará a ti, día sin hora,
e inerme cantará tu nada plena,
tu luz inadvertida, monocorde,
tu ausencia de fragancias y armonías,
tu nula prospección a los recuerdos?
¿Qué puntal de palabras podría sostener
tan precarios cimientos sin imágenes
-son fuentes las imágenes
en la incierta jornada del poema-
ni una triste metáfora
que llevarse al talego?
Válgate
saberte necesario para el realce
de los días de estreno,
arpados y fragantes, con su luz
de estaño, autodidactas,
días rutilantes que no necesitan
como tú quien les cante, día sin hora,
preterida muchacha a la que nadie
mira en el baile desatento de la vida,
con su secreto intacto
y un corazón entero para dar.
viernes, 25 de julio de 2014
DÍAS DE AVELINO FIERRO
Había
conocido a Avelino en la librería Alejandría. Paco, el librero, nos
presentó. Él me conocía de leídas. Sintió curiosidad por los
libros que tenía en la mano. “Siempre que alguien compra poesía
me intento fijar”. Al despedirnos me dio, tras sacarlos de un
bolsillo de su chaqueta, unos folios impresos con la última entrega
de sus diarios, que va publicando más o menos cada dos semanas en la
revista digital TamTamPress.
Ahora
una selección de ese diario ve la luz en forma de libro, editado por
Eolas bajo el título de Una
habitación en Europa.
A la presentación, en la fundación Sierra-Pambley, acudió más
gente de la vista por uno en ninguna otra. A las palabras de rigor de
anfitrión y editor siguieron las de Julio Llamazares, presentador
del libro. Cuando no teorizó ni se enredó en papeles dio con el
tono que mejor sienta a estas ocasiones, el de una reunión de amigos
que charlan como lo harían en una sobremesa, sin ahorrar anécdotas
ni batallitas. Avelino, entre bromas y veras, habló del proceso de
creación del libro (también lo hace dentro de él), agradeció la
presencia de tantos amigos (“de carne y hueso, no de carne y
wasap”) y se emocionó al recordar a los que ya no están a este
lado de la página.
Una habitación en Europa es,
en palabras de su autor, el “diario de un lector agradecido. Leo
con lápiz para sacarle más punta a lo que leo. Y escribo porque
leo, eso lo tengo claro”. Sus juicios sobre autores y obras son los
de un aficionado, en el mejor sentido de la palabra (¿y no lo somos
todos?) Ni perora ni se pone profesoral. Lo que nos da es su visión
de lector, a la que, por cierto, cualquier escritor debería atender
no menos que a la del crítico. Las numerosas referencias literarias
o culturales no responden a una tentación del autor de darse pisto,
sino que están indisolublemente unidas a su vivir y pensar. Y aquí
no duda en otorgar a la poesía preeminencia sobre los otros géneros
literarios: “Algo y alguien tendrán siempre que nombrar la
incertidumbre y la belleza y todos los asombros”.
Como apunté
antes, este es también un libro sobre cómo se ha escrito el libro.
“Este es un diario por encargo”, avisa pronto el autor. Y da
cuenta de la búsqueda de título y citas introductorias, pero
también del tono y los temas, cosas estas últimas que yo no sé si
se pueden elegir. Puestos a escoger referentes, se queda,
naturalmente, con los mejores (Pla, Ruano, Manent, Gaya), descartando
de un plumazo, y ahí me da que se equivoca, los diarios de los
jóvenes que quieren “vivir como Verlaine, pero sin la pátina
pobretera y decadente de la vieja bohemia, y que escriben bastante
peor que Bukowski.” Bromea a menudo el autor con las exigencias del
editor y con el seguro triunfo de su pluma y el ascenso de su fama y
nombre. Ni tiene veinte años ni se engaña. Sabe bien lo que hay.
Orea estas
páginas la variedad de lo que se cuenta en ellas, desde algún lance
profesional (Avelino Fierro es fiscal de menores), hasta anécdotas
con amigos del mundillo literario como Félix de Azúa o los citados
Llamazares o Manilla, pasando por apuntes de intimidad familiar,
retratos, viajes (“tan modestísimos, tan gallináceos, que
ruboriza un poco contar las escapadas por las cercanías del corral”)
o beoderas de final dispar. La política está bastante presente.
Normal en un diario. Se cuida mucho el autor del localismo, que en
León ha dado lugar a concreciones grotescas, y de “estos patriotas
que abundan por la necesidad ya vista de amarrarse al presupuesto
público.” Reflexiona sobre los movimientos ciudadanos como el
15-M, extrañándose de que los articulistas les exijan “que
arreglen el mundo, la ética, el clima y los mercados con propuestas
concretas, cuando no se lo han pedido en siete años al Nobel
Stiglitz ni a los otros 99 asesores del presidente ni a nadie del
partido de la oposición.” Reflejo de esta variedad temática,
propia del diario, es la alternancia de tonos, pesimista y lírico,
irónico y mordaz, con demasiada querencia, para el gusto de uno, al
exabrupto.
Hay que
señalar, para terminar, que las ilustraciones que acompañan al
libro, la mayoría del propio autor, constituyen un valor añadido.
Demuestran una buena factura técnica y mirada, y en esto nos ayudan
a comprender el alcance poético de gran parte de los textos a que
acompañan. Diario sin fechas o miscelánea, Una habitación en
Europa es ante todo el retrato de un hombre y su tiempo. Nada
más. Nada menos.
martes, 22 de julio de 2014
UN DÍA DE JULIO
Entre las fiestas de Zazuar, el
pueblo de la señora de uno, de uno que soy yo, y la partida anual
hacia Celorio, en Asturias, hay unos días de calma chicha que,
recién comenzado el verano (apenas van dos semanas de dos meses más
la discontinua propina de septiembre, no menos verano que el verano),
saben a gloria. Han querido las cosas venir de manera que estoy en mi
pueblo de rodríguez y en el paterno hogar, y no me ha quedado otra
que intentar hacer bueno aquel refrán de “perro solo bien se
lame”. Con respeto siempre. Tal día como hoy hace unas horas pasé
por la biblioteca a leer los suplementos del fin de semana, cada vez
más insípidos, más parcos en poesía. Ya ni leo los disparates de
Ansón. He pasado luego por Alejandría y he coincidido con Avelino
Fierro, que presentó su diario el jueves. He tomado un café con él
y con Paco, el librero. Buena gente. Avelino lamenta la imprevisión
del editor, que llevó tan pocos ejemplares que hubo quien queriendo
comprar el libro se quedó sin él. Con todo, uno de esos personajes
inquietos y bulliciosos que echan a rodar las cosas, por más que en
la presentación se equivocara por dos veces al nombrar la casa que
acogía el acto. Me llevo de la librería (rara
vez me voy de vacío) un librín de
Pablo d´Ors, Biografía del silencio.
Después
de comer me ha apetecido bajar a tomar un café a La capuchina, cosa
rara. He supuesto que aún no habría llegado el aparato de
murmuradoras que, en número de cuatro o cinco, se dedican mañana,
tarde y noche a desgranar la actualidad del barrio y el país. Lo
hacen con la animosidad propia de las gentes ociosas, sin oficio ni
beneficio, un tanto frustradas. Todo está mal. Sobra decir que son
auténticas chimeneas y que encienden un cigarro en otro. Un día mi
sobrina, de seis años, me preguntó,
Sergio, ¿estas señoras trabajan aquí? Así pues, a las alegres
comadres de Windsor les han salido unas curiosas émulas, las
indignadas comadres de san Francisco. Me cuentan la irritación que
causó a una de ellas una ráfaga de aire que entrole por el costado
como si de la afilada hoja de un cuchillo se tratase. Ya se sabe, si
hace calor porque hace calor, si no lo hace porque no lo hace. ¡Qué
verano!, reburdió. ¡Qué país!, debió haber contestado mi
informador. Antes de bajar había mirado por la terraza. Aún no
habían llegado. Al salir, tras la aprensiva mirada al
consuetudinario recibimiento de colillas y servilletas al lado del
portal, me siento y pido el café. Aun así no estoy a gusto. En tan
estrecha acera la observación inherente al terraceo deviene
descarada. Termino, cruzo la calle y entro en el parque, que es como
una prolongación de la terraza. He bajado un libro. Me siento a la
sombra, leo un par de poemas y cambio de banco. Camino despacio sin
dejar de leer. Me siento de nuevo. Al final de cada poema levanto la
cabeza como hacen las gallinas picasuelos para que les pase mejor la
comida. En poco tiempo cruzan bellos ejemplares femeninos. También
los miran los ancianos de los bancos cercanos. Comentan, ríen a
veces. Nunca habrían podido imaginar que se llegara tan lejos. Lo de
la ropa femenina de verano es demasiado, sobre todo esos pantalones
cortos que parecen culotes, tan altos que por detrás a veces dejan
ver el pliegue de las nalgas, como una sonrisa que parece promesa. Tenebrista contrapunto, pasa una
rebumbante comitiva de gitanonas condenadas al negro como un heavy.
Neptuno, en mitad de la plaza, ve, oye y calla. Las palomas y los
gorriones beben de la taza o cagan tranquilamente sobre los
angelotes, no menos ensimismados que el patrón.
Vuelvo a casa y anoto estas impresiones
ligeras. Los plátanos y castaños del parque parecen al alcance de
la mano. Este año ha anidado una pareja de turcas y hemos podido
seguir sus evoluciones desde la terraza. Salgo a dar un paseo. Voy
directamente, como casi siempre, hacia la plaza del Grano. Parece que
la tormenta por la enésima amenaza de remodelación ha pasado.
Camino luego al tuntún. Como si fuera el protagonista de una novela
de Gonzalo Suárez, decido seguir a una joven. Pero va demasiado
rápido y pronto cambio de objetivo. Total... Ahora son dos chicas
con un perro rata. Juraría que sus manos se rozan alguna vez, lo que
añade nuevo y sustancioso aliciente a la cosa. Al cruzar la plaza de
Regla e internarse en una de esas solitarias callejuelas del barrio
de santa Marina, pienso que como el perro se pare ellas se girarán y
me verán y no sabré disimular. Sería lamentable que me pusiera
entonces a atarme un cordón, así que abandono la farsa
detectivesca.
Llega la noche y apetece salir. Quedo
con Tavo en el Local. A primera hora, las doce, no hay apenas gente.
La música es aún pasable. Luego llega alguno que, sin ser amigo,
comparte gustos y aficiones nocturnas. Nos juntamos. Nelson,
“caboberciano” según Tavo, llega acelerado. Al pedirle un papel
a este, le responde “¿Qué me has visto, cara de Almodóvar o
qué?” Los camareros son dos hermanos que dan miedo. Arañones, los
llama mi amigo. Al mayor, Pichi, según pasan las horas se le va
entendiendo menos. Las visitas a la rebotica tienen la culpa. Una
lástima, porque no he conocido a nadie tan ingenioso ni tan rápido,
con la gracia añadida de que nunca se ríe. Tiene 48 años. Nos
habla de la noche leonesa en sus tiempos de empezar a salir (más o
menos los 80). “Había conciertos buenos todas las semanas. Y
discotecas, la Mandrágora, la Tropicana, otra sala que había
después de Antibióticos... cómo se llamaba..., y luego el Húmedo,
claro.” El pequeño, Miguel, aparece por la calle a eso de la una
con una caja de cartón en la cabeza. “Dejáis entrar a
cualquiera”, dice Tavo a Pichi, que ha salido a fumar. Cuando su
hermano sale, ya con las greñas al viento, Pichi, que parece que se
ha quedado en la parra, mirando un punto fijo, de repente murmura:
“la rebequina”. Miramos entonces a su hermano, que lleva una
chaqueta de punto incalificable, inconcebible en alguien tan dejado.
“Buen trabajo te han hecho las polillas”, le digo. “Las
polillas... ¡la carcoma!, ¡la carcoooma!” Van cayendo los minutos
y aun las horas. Aparece Perales, buen conversador. Entre dos razones
se mesa la luenga barba, que hace un curioso maridaje con el frontal
despejado y la melena de león famélico. A Nelson le da una ventolera y se va dejando
la cerveza casi llena. De repente suena una balada no menos
inconcebible que la rebequina. “Romántico estás”, le digo a
Pichi. “Qué romántico ni qué cojones, lo que quiero es cerrar.”
Queda un tercer camarero ajeno al clan. “Es muy así, pero buen
chaval”, dice Tavo. Al parar la música sale de la barra y empieza
a recoger vasos y botellines. “Segundo round”, dice como para sí.
Salimos. Tavo y Perales van a tomar la última en La Galocha. Yo
doblo por no estropear más un buen día, el de mañana.
lunes, 14 de julio de 2014
LUZ TAN DISTINTA
En la sala de espera no se ve a la
gente especialmente tensa. Más aburrida que preocupada. Es el
quirófano de traumatología: operaciones de rodilla o cadera,
implantes de prótesis... Mejora todo la presencia de una chiquilla
de unos doce años, como un agua clara cuyo solo sonido hace olvidar
la sed. Pienso que será nieta de la operada. Como un rebequillo, va
saltando hacia la ventana, dos pasos con cada pie. Verla tan ajena al
dolor y al miedo nos aleja de ellos a los demás. La miro y admiro esa
belleza que es más que belleza, que es amor. ¿Cómo explicarlo?
He traído un libro para aligerar la
espera. Es una manera de hablar, porque al leer, más en poesía,
no se trata de aligerar nada, sino de lo contrario. Un
poema de ese libro, El caudal,
de Antonio Moreno, viene muy a propósito:
En el día de la despedida
Ya ves qué cosas: llueve. Es lo que pasa,
es lo que está pasando ahora: llueve.
Y parece mentira que suceda.
Que pueda suceder esto, la lluvia,
y el viento brusco y fresco que la anuncia.
Me parece increíble que aparezca;
que esté ocurriendo sin contar contigo,
al margen de tu vida, sin que acudas
a darles este don a tus macetas;
que pueda estar lloviendo sin tenerte
a nuestro lado, sin poder besarte
ni hablarte nunca más, aunque lo ansiemos.
Aún no creo que esto nos suceda.
Inevitablemente pienso en la muerte de
la abuela hace poco más de un año. Bajo el libro y leo en la pobre
memoria, que aún retiene, será por la emoción, los versos que le
nacieron a esa pena (y también recuerdo un soliloquio de José
Mateos, “Después del entierro he llegado a casa y he puesto música
por ver si consigo arrancarle a este dolor su belleza”). Tapándome la boca, susurro
para mí mis propios versos, y entonces soy yo
el que se levanta y va hacia la ventana, con tan distinto paso al de
la niña, con tan distinta luz en la mirada.
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