El profesor
de armonía se había sentido indispuesto y durante la hora de guardia me tocó
cuidar su clase. Como su aula está frente a la mía, me dio tiempo a coger el
libro de las Voces. Tenían examen. Sólo
eran siete alumnos. Yo me hacía cruces por que no me preguntaran nada, tan
olvidada tengo esa materia. No fue el caso. Ellos se limitaban a escribir,
borrar y mirar el reloj. Se podía oír, junto a algún bufido ocasional, el ruido
de los lápices y los bolígrafos rasgando el papel, tan hondo era el silencio.
Me adentré en los aforismos de Porchia con total tranquilidad. Entre uno y
otro, como las gallinas para pasar mejor la comida, levantaba la cabeza. En uno
de esos ojeos me pareció ver que una de las alumnas, una rubia joven con una
larga coleta, se miraba la palma de la mano. No, por favor, pensé. Lo hizo
varias veces, escribiendo entre medias. Cuando me descubrió mirándola se azoró.
¿Será necesario barajar de nuevo los gastados naipes del rosicler de la aurora,
del rubor de la rosa temprana para encomiar la color de aquel rostro adolescente?
Me levanté y me senté cerca de ella sin dejar la lectura. Fue suficiente para
que no reincidiera. Yo me daba por satisfecho. A y media debían entregar los
exámenes. Tenéis cinco minutos, avisé. Pasados estos, los más rezagados seguían
escribiendo con desesperación. Tal vez su aprobado dependiera de ese último
esfuerzo. Decidí esperar otro poco. “Dos minutos”. Un chico cuyo aspecto de
náufrago despertó mi simpatía y un si es no es de lástima, tal vez por verme
reflejado en el espejo de los años, pareció cobrar ánimos. Era también hermoso
de ver. Volví a mi mesa. La chica de la coleta entregó su examen sin mirarme a la
cara. “Hala, venga, ya, entregad”. Entregaron los dos que faltaban. Como aún me
quedaba media hora de guardia, quedé un rato en el aula vacía hojeando un
examen. Era talmente como una lengua que hubiera olvidado, por más que sus
signos me resultaran familiares. Para mis adentros, argüía en mi descargo el
hecho de que la formación que reciben hoy los alumnos de armonía es mucho más
completa que la que recibimos los alumnos del anterior plan de estudios. Bajé y
aún había dos ansiosos alumnos verificando en los apuntes la corrección de sus
respuestas. Descarté una broma cruel. En la sala de profesores maté el tiempo
haciendo una ronda de blogs. Di la llave a las bedelas y salí. Ese primer
contacto con el aire de invierno tras varias horas encerrado en aulas con
deficiente ventilación es, a veces, lo mejor del día. Gratis, por cierto. Como
el breve paseo hacia casa. Descarté poner música. Los oídos ya habían recibido bastante
(a veces la pongo, para dar al fuego la matraca infligida por el último alumno,
por desintoxicar). En medio del temporal, rodeados, aquí rara vez nieva. Podría
ser esa la oscura razón por la que los de Valladolid siempre me parecieron
niños tristes. “Tienes derecho a la nieve”, les diría para engañarlos si
tuviera que hacer un anuncio. Después del fin de semana en León
viéndola caer sobre el parque de san Francisco desde la cama o el sillón, calentito siempre,
o escuchando cómo se deshacía el silencio sobre la noche luminosa y sola de la plaza del
Grano, después de esas horas o siglos de una vagarosa y mullida ensoñación, estos
días gafos de viento choricero, estas noches cerradas donde el aire aúlla en
las ventanas. Qué desabrido invierno si no esperara otro sol dentro, si no supieras que, como se decía más o menos en una hermosa película,
la tristeza de hoy es parte de la felicidad de entonces, como lo será de la de mañana.