La
consabida disyuntiva entre playa o montaña está para mí viciada de origen,
porque la playa es sólo una de las facetas del mar. Mar o montaña sería más
propio. Pero en mi caso la disyunción no tiene sentido, porque mar y montaña
hablan la misma lengua, y un paseo por los acantilados tiene mucho del placer
de andar y, en ocasiones, del de trepar riscos. Así que si me preguntaran si mar o montaña, respondería:
mar y montaña.
A la montaña fui el pasado domingo 7 de agosto con mi hermano Rodrigo. Hacía tiempo que queríamos subir el Espigüete. Lo hicimos por su cara Este, en un cresteo que regala hacia un lado vistas al pantano de Camporredondo y, hacia el otro, a las cercanas cimas de la montaña palentina y los tres macizos de Picos de Europa. Hicimos cumbre en tres horas y media, sobre las dos de la tarde. Nos sorprendió el número de placas de recuerdo a los fallecidos allí. Vimos el pantano de Riaño, hasta entonces oculto, y, en primer plano, el pueblo de Valverde de la Sierra. La incipiente lluvia nos impidió comer en la cima, y tras las fotos de rigor empezamos a bajar a escape cuando oímos los primeros truenos. La lluvia iba a más y nos tuvimos que refugiar en una visera que forma la pared Norte. En ese momento hubo un amenazador relámpago (como si ante el paso demasiado rápido de un pájaro hubiera saltado el radar del cielo) seguido de un trueno pavoroso que retumbó detrás de la montaña. Cuando amainó reemprendimos la bajada saltando por el pedrero. Terminó abriendo y comimos antes de llegar a la preciosa cascada de Mazobre, bajo cuyo chorro nos metimos con mucho gusto, sin que las puñadas y alfilerazos del agua sirvieran a desanimarnos ante el alivio térmico que la cascada nos brindaba, amén de un bonito momento de fraternidad.
No menos
placentera fue la jarra de cerveza con que regamos la garganta en Puente Agudín
antes de separarnos (Rodrigo volvía a León y yo subía hasta Celorio). Al llegar
a Cervera de Pisuerga vi una enorme nube de agua que se cernía sobre el
Espigüete (a la izquierda en la foto), como si vaciaran la cisterna sobre él. Con los días supimos que no
era agua, sino humo, y que el incendio que una semana después se sigue cebando
con el término de Boca de Huérgano se originó en Valverde de la Sierra sobre
las dos de la tarde del domingo 7 de agosto a causa de un rayo: el que sentimos
al otro lado de la montaña.
Al día siguiente fui a dar un paseo entre las playas de Torimbia y San Antolín, un tramo de apenas 500 metros pero con mucho que ver. Es curioso que a diez metros de donde se apiña el gentío no pase nadie, siendo los únicos registros humanos los jirones de papel higiénico que dejan los ciudadanos que se ven impelidos a vaciarse in situ. También es cierto que el camino, cabruno y desplomado en algún punto, no es apto para todos los públicos, y menos en chanclas. En el recorrido se pasa por dos preciosas calas de piedra, sólo visibles en marea baja, en medio de las cuales se encuentra el islote Pistaña. Tener toda esa belleza para mí solo como que la acrecentaba. Me esperaba además la sorpresa de encontrarme cabras en la segunda de las calas. Para redondear el precioso paseo, la puesta de sol fue tremenda.
A
los dos días fui a bucear a la playa de Barro, por el costado derecho del
islote que llaman “la ballena”. En esto del buceo uno es, como en todo, un
aficionado. Ni siquiera llevo aletas; sólo unas cangrejeras para pisar la roca
si es necesario. Lo que me gusta es ver los colores de las algas, pasar entre
las rocas y sorprender a algún pez y, si hay suerte, a alguna nécora en su
agujero o a algún pulpo. Vi uno a tres metros de profundidad, posado sobre
las algas. Me sumergí y para mi sorpresa se dejó coger con la mano. Era
pequeño. Los pulpos son muy inteligentes, pero también muy curiosos, y eso es
lo que les pierde. Un pulpo grande no se habría dejado coger así (son los más
inteligentes, por eso han llegado a grandes). Debió de gustarle mi compañía,
pues se agarraba a mi brazo y subía hacia mi cabeza. Es mejor no tirar de los
tentáculos, por la marca que dejan las ventosas, así que le dejé hacer. Me
pareció que me miraba a los ojos, como yo a los suyos. Al fin se soltó y se
propulsó hacia abajo, momento en que tiró un chorro de tinta.
Dos
días después probé suerte en la playa de Niembro. Nada más entrar distinguí en un pozo
de arena un pez que me pareció una sepia. Luego vi que no. Era marrón, grande,
redondo y plano como una sartén, a excepción de la cola, que tenía tres timones.
Tenía una especie de membrana alrededor, como un aura. Estaba acostado a unos
dos metros de profundidad. Me aventuré a tocarle. No se movió. Distinguí sus
pequeños ojos, y detrás de ellos otros dos agujerillos, seguramente para
respirar. Tanteé su tamaño: dos cuartas de lado a lado. Me extrañó su
inmovilidad y le agarré la cola. Entonces sí se sacudió, pero sin brusquedad, y
buscó protección en una grieta, quedando de costado. Se veía que era torpe.
Seguí buceando. El día era perfecto, el agua estaba en calma y
gracias al sol los colores de las algas lucían variadísimos. Era como estar
viendo uno de esos documentales apabullantes. Vi muchos
peces, algunos grandes. De repente tenía debajo al pez de antes, que se movía
haciendo ondear su membrana. Fueron unos segundos mágicos. Avanzaba lento y
majestuoso junto a los otros peces. Pensé entonces que sería un pez raya, y
dudé si era el de antes. Sí lo era, porque regresé a la grieta del pozo de arena y allí ya no
estaba. De vuelta al cámping (esta palabra sigue sin figurar en el DLE,
por lo que habría que escribirla en cursiva), de vuelta al cámping, decía, comprobé
que era un tipo de pez raya llamado torpedo marmorata (por su color similar al
del mármol), popularmente conocido como tremielga, o tembladera, un mal nadador
que de adulto prefiere aguas más profundas y alcanza el metro de longitud. La
sorpresa fue leer que son capaces de producir descargas eléctricas de hasta 200
voltios, si bien en los torpedos pequeños como el que vi oscilan entre los 45 y
los 80 voltios. Con ellas se defienden de otros peces cuando se sienten
amenazados. Me puedo considerar afortunado, y me prometo ser más prudente en
adelante.
Al
día siguiente la playa de Troenzo amaneció con niebla y fuimos hasta Sotres. El
calor era machacante. Poco después del cruce a las invernales, en dirección a
las Vegas, hay hacia la derecha dos canales a las que tenía el ojo echado hace
tiempo. La ocasión era pintiparada. La
idea era subir por una y bajar por la otra rodeando la Peña Fresnidiellu,
pasando junto a un par de atractivas agujas y algunas cuevas. Miré el plano de
Adrados. La de subida se llama canal de Lechangos, que termina en el Cuetu de
Colladiellu tras salvar un desnivel de unos 700 m. La subida empieza a buen
ritmo por las piedras grandes de un argayo, pero al acabar éste y pasar a la
hierba el camino se diluye. Al cerrarse la canal el calor aprieta más. Hay que
parar y beber a menudo. El final se me hace largo, pero en la collada espera el
placer de la vista renovada y un aire vivificador. Tenía la esperanza de que
se divisaran la canal de las Moñas y el Naranjo, pero no. Quedan tapados por la sierra
que llega hasta Cabeza los Tortorios. Enfrente tengo la peña Maín, con
Pandébano a sus pies, y la Terenosa y la canal de Amuesa a la izquierda. A mi
espalda, la empinada canal que acabo de subir y, del otro lado del cauce seco del Duje, el macizo oriental. Cruzo hacia
la canal de bajada, que no tiene nombre, ni camino. Voy buscando el menor
desnivel, evitando las lajas de piedra. Llego a un agujero en la roca, como una
gran ventana. De la parte oscura de la covacha sale una polilla gitana; arriba en el collado había visto dos macaones jugando. Son las cinco de la tarde y el calor no se soporta. Llego al coche desmadejado.