Con motivo del centenario del Conservatorio de Música de Valladolid me encargaron unas líneas, y salió esto:
AÚN APRENDO
Tenía
clase con C. Venía con los antebrazos pintados. Lo hace mucho últimamente. Pude
leer en uno de ellos: “No hay finales felices, sino historias que aún no han
terminado”. Lo leí en alto. “¿Estás de acuerdo?” “Más o menos”, y sonreía. “Hombre,
yo diría que sí hay finales felices, y te podría poner unos cuantos ejemplos”.
No hizo falta, también estaba de acuerdo. Más o menos. El caso es que C. estaba
un poco agobiada por la prueba de acceso a 1º de enseñanzas profesionales. Tras
quitarle importancia (en los alumnos buenos es un trámite), le hice ver lo bien
que toca, y sobre todo que no se limita a leer la partitura, sino que
interpreta con verdadero gusto, moldeando el aire y el sonido como por juego,
algo poco común incluso en los alumnos mayores. Tiene unas condiciones muy
buenas y una madurez poco habitual para sus 13 años. No sé si añadir que por
desgracia, ya que ha sido la vida la que le ha dado esa madurez en no
solicitado anticipo, cobrándose como de costumbre sus abusivos intereses. Pero
lo que hace especiales las clases con C. es que tiene conmigo la suficiente
confianza como para hablarme de sus cosas (tan extremadas ahora), incluidas sus
aficiones. Dibuja muy bien. Me ha enseñado algunos rótulos de estilo grafitero
y dibujos que recuerdan al Moebius más marciano.
Pero
su creatividad no para ahí. Compone canciones y las canta al piano, que está
aprendiendo a tocar por su cuenta. Salió de ella arrancarse con una. Era a la
vez desconcertante y hermosa, y cantándola ella y habiéndola compuesto no
podría tener más sentimiento. Era la primera vez que la oía entonar algo que no
fuera una frase de un estudio o de una obra. Su voz era distinta, una voz
preciosa, con esa belleza de las cosas y las personas que no saben que son
bellas. La letra era triste. Ya se sabe, ese vacío que sigue al final de un
amor. Un sentimiento que quizá C. no haya tenido ocasión de conocer, pero que
no por ello deja de sentir a flor de piel. Yo me había retirado a la ventana
para que no me viera la cara, que no estaba de ver. Cuando terminaba, me
recompuse como pude y la felicité. “Es muy bonita tu canción. Sigue con ello.”
C. me decía que una canción le parecía un buen regalo, que por qué en vez de
cualquier tontería no se le podía regalar a alguien un concierto o un dibujo. Y
tenía razón, claro. Más o menos.
Me
he dejado convencer para escribir algo con motivo del centenario del
conservatorio y no sé por dónde empezar. Me gustaría hablar de mi experiencia
como profesor de un modo realista, sin ponerme estupendo ni salirme de mi
carril. Sobra decir que sólo hablo por mí. No podría ser de otro modo: sé lo
diferente que es la enseñanza de un instrumento de la de otro, cuando no del
lenguaje de la música, o su historia, o la armonía. Pero sé también que hay
algo común a todos los profesores dignos de tal nombre. Me refiero,
naturalmente, a la vocación, que saltará sobre los sinsabores –personales,
políticos, sociales– con los que todo docente ha de lidiar. El profesor que lo
es sabe que trabaja con la más valiosa y frágil de las materias primas: unas
almas limpias capaces aún de todo, incluido acendrar la nuestra con su
transparencia:
“Vaya, vaya, ocho
añazos”. R. asentía satisfecha. Tiene una cara redonda, muy simpática, porque
ríe con toda ella, y lo hace a menudo. Cuando no lo ve claro se limita a
suspirar, seria. ¿Qué duda tienes?, le digo entonces. Y sin decir palabra
señala un calderón, o un puntillo. Estaba tocando una de las piezas de un
método de iniciación con canciones populares que pergeñé hace unos años. Hacia
el final el sonido empezó a temblar y paró. “Cógelo aquí”. La miré mientras
repetía el pasaje. Noté que, aunque luchaba contra ello, había algo que le
hacía reír. Bajó la flauta y sonrió de esa manera que dije, como una luna
llena. “¿Pero qué pasa, qué te hace gracia?” Y señaló debajo del pentagrama,
donde viene la letra de la canción, justo donde pone “matarilerilerile”. Nos
reímos un buen rato los dos, contagiosamente. “¿Qué tontería, verdad?” Ella
quería parar, pero no podía. A mí no me habría importado seguir así un rato,
pues no hay mejor lubricante en las relaciones humanas que la risa.
He
abierto una vieja carpeta con papeles del conservatorio. Listas de clase,
horarios, calificaciones… Luces y sombras en la memoria. ¿Quién era JBC? ¿Quién
AGM? ¿Cuánto tiempo les di clase? Si me cruzara mañana con ellos por la calle,
¿los reconocería? ¿Y ellos a mí? ¿Qué recuerdo tendrán de uno, nos recordarán
siquiera? Doy ahora con unas nóminas, y con ellas vuelve la emoción con que
abría el sobre con la primera que recibí. No sabía lo que cobraría. Era el año
96. Aún estaba en una nube por haber aprobado las oposiciones al conservatorio
de Valladolid y era como si el sueldo fuese una propina, pues ya me sentía
pagado. Recuerdo sin embargo la decepción que siguió al comprobar que cobraría
poco más de la mitad que los profesores de los conservatorios entonces
dependientes del MEC. Así se explicaba que muchos acabáramos agrupando la
jornada en tres días y dando a mayores cuatro horas aquí y cinco allá para complementar
aquel magro estipendio. Poco a poco la situación fue mejorando en todos los
sentidos hasta la absorción del centro, hasta entonces dependiente de un
consorcio entre Diputación y Ayuntamiento, por parte de la Junta.
Aquel
curso 96/97 me cayeron en suerte (esto lo conocí al cabo de un tiempo en
chirigoteras conversaciones con mis compañeros de flauta) los alumnos menos
agradecidos, por así decirlo, así como ocho de 1º. Y puedo decir que aquella
promoción fue la mejor que he tenido en estos 20 años largos. Sin experiencia
previa, no tenía uno sino la referencia de sus distintos profesores, pero poseía
en cambio incólumes el entusiasmo y la energía. Y es ese entusiasmo, junto a la
vocación antes citada (si no son la misma cosa) la cualidad primera del
profesor. Escribe Fernando Savater que para ser un buen maestro hace falta ser
ignorante, que los sabios son malos profesores porque no entienden la ignorancia
de los demás. Aplicado a la enseñanza de la música, no suelen ser los mejores
profesores aquellos que viven de la interpretación, o aspiran a vivir de ella.
Pueden suponer un estímulo puntual, pero rara vez saben acompañar al alumno en
su largo y lento camino cuando tienen la vista puesta en el propio. No hace
falta decir que es muy corto de miras el argumento según el cual quien no puede
vivir de la interpretación se dedica a la enseñanza; pero también es cierto (al
menos en mi caso así fue) que a menudo el profesor de música ha de aprender a
sujetar primero y reconducir después sus ambiciones.
Pero
hablaba de aquellos primeros niños a los que empecé a dar clase. Creo que no es
trampa de la nostalgia, sino un hecho incontestable, que hace unos años los
alumnos estaban más centrados, y que, a consecuencia de una creciente dispersión,
quien más quien menos los profesores hemos ido rebajando los objetivos. Si la
pedagogía ha cambiado es porque ha querido ir a rebufo de los cambios de la
sociedad, así se dirija ésta alegremente hacia el despeñadero. No había antes
tanta oferta de ocio. Esto también es un hecho (y lo subrayo por que se quiera
ver que no son éstas lamentaciones de abuelo cebolleta). Que un niño de nueve
años tenga un teléfono móvil más grande que el de su padre hace que todo lo
demás le apetezca menos. ¿Quién va a estar dispuesto a dejarse entre 10 000 y
15 000 horas de su niñez y juventud delante del atril pudiendo estar
cacharreando, quién va a estar esa media hora o esa hora de estudio diario
atento a lo que hace y lo que suena y no pensando en cuánto falta para poder
contestar con un “jijiji” el “jajaja” que le puso menganito o ver si fulanita
le ha contestado por fin el último wasap? La cultura del entretenimiento
(bonito oxímoron nos han colado) contra la cultura del esfuerzo. Y la cultura,
la única cultura, como dice el poeta Julio Martínez Mesanza, es hincar los
codos.
Salgo
del conservatorio con la cabeza como un bombo. Cuesta creer, visto lo poco que
practican algunos alumnos, que sea ésta una enseñanza voluntaria. Vienen a
clase con las manos vacías, perdida la semana. Les falta decir: Aquí estoy, enséñame.
–¿Pero
estás seguro de que te gusta la flauta? –pregunto a veces a alguno.
–Sí
–contesta. Como el alumno vago se vuelve temeroso y hay que sacarle las
palabras con gancho, insisto:
–Y
sin embargo ¿no te gusta estudiar la flauta? -Silencio.
Al salir, escuchamos
las cornetas que ensayan junto al campo de fútbol la música que acompañará a
los pasos de la Semana Santa. Un compañero se mofa a costa de su desafinación y
su “oído obsoleto”. A mí me parece admirable que, a cinco meses para la Pascua,
queden a las nueve de la noche llueva o truene, sin faltar un día, para
practicar sus cuatro melodías. Si tuvieran nuestros alumnos la mitad de su
entusiasmo y su fuerza de voluntad, otro gallo nos cantaría.
Aunque
he querido comenzar con la alegría de C. y la inocencia de R., es difícil
escapar a la sombría intuición de que siempre podría ir todo mejor, de que
podríamos hacer más, alumnos, profesores, instituciones, en un sentido o en
otro. Sinsabores, los hay casi todos los días:
A. lo estaba pasando
mal. Le dije que dejara de tocar y hablamos. Confesó con pena que ya no le
gustaba la flauta como antes. A mí me parecía que no había asumido el aumento
de dificultad y exigencia del nuevo curso, y que, al no salirle, no estudiaba,
y al no estudiar, no le salía. La animé contándole detalles de mi aprendizaje,
inventándome algún suspenso, reconociendo pasajeros desánimos y perezas. Al
menos trazamos un plan, un repertorio de mínimos para esa semana, asequible
siempre que tocara todos los días. Salió más animada, pero yo hacía el nefando
recuento de las veces que se me ha echado un alumno a llorar en lo que va de
curso.
En
tal circunstancia, la de un desánimo creciente, es común que un alumno lo acabe
dejando. De diez que comienzan en 1º de elemental, tal vez cinco lleguen a 4º,
de los cuales acaso dos no seguirán. De los tres restantes, es fácil que dos lo
dejen en el primer ciclo del grado profesional y, con suerte, terminará el
último curso uno, que difícilmente querrá hacer el superior. Leo en la revista Traversières que el buen profesor de
instrumento no es el que tiene uno o dos estudiantes sobresalientes, sino aquel
cuyo peor alumno tiene un nivel aceptable. No sé si voy contra mi interés al
confesarlo, pero ese raro alumno con los dos comodines, las buenas condiciones
y la fuerza de voluntad, sólo necesita que le iluminen el camino: casi casi lo
anda solo. Pero con los otros, los voluntariosos con un oído enfrente del otro,
los talentosos que viven en el alambre del mínimo esfuerzo, hay que picar
piedra. Y es casi proeza algunos días esta lucha contra el rigor de la ley
natural de la selección de las especies. Si no se asume desde el principio que
la práctica instrumental debe ser diaria, se convierte en una montaña cuya cima
se ve cada vez más lejos. Y a veces, sin duda, es mejor dejarlo. Pero siempre
queda algo. No parece necesario convencer a nadie a estas alturas de los
beneficios de la música y su educación en la formación de las personas, excepción
hecha de algún adoquín metido a ministro del ramo, ramo bien mustio, el pobre.
No se entiende el desprecio por la cultura y la educación que hemos sufrido en
los últimos tiempos, y menos el de quienes más deberían mirar por una y otra. ¿Qué
carrera hay que exija tanto tiempo (lectivo y de estudio) como las enseñanzas musicales?
¿No merecería el hecho de completar los 10 años del grado profesional un título
homologable a los universitarios, como ocurría con el anterior plan de
estudios, y no con un simple título de bachiller, como sucede hoy?
La
edad con que se inician los estudios en el conservatorio está pensada para que
los finalicen, caso de no repetir curso, a la vez que el 2º de bachillerato.
Pero M. entró ya en 1º de grado profesional con 14, de manera que terminará el
instituto faltándole los dos últimos cursos del conservatorio. Es una alumna
brillante (quien lo es suele serlo en todo lo que hace), pero a pesar de ello,
o por ello precisamente, vive sujeta a una presión sin tregua en cuyo cénit
pende esa espada de Damocles llamada “media”. La exigida para entrar en
farmacia, la carrera que quiere estudiar, es muy alta. Suponiendo que entre,
como es de esperar, irá a estudiar a Salamanca. Yo le había dicho que a partir
de mayo hiciera lo que pudiera. Ya tenía suficiente con el curso y la EBAU, que
es como llaman ahora a la selectividad. Aún así nunca dejó de cumplir, si le
mandaba un estudio, un estudio, si le mandaba dos, dos. Me pidió no asistir a
las dos últimas clases. Me di cuenta de que, tras cuatro años y decenas de
horas mano a mano, ya no nos veríamos. Una pena perder a una de mis mejores
alumnas, sin duda la que tiene más proyección, una joven con cabeza, tesón y
dos años por delante para pulir un sonido ya precioso, afianzar una digitación
ya solvente, enriquecer una musicalidad natural y propia. También una alumna,
en fin, de una timidez que nadie imaginaría escuchándola y viéndola tocar.
Quise
reservar los cinco últimos minutos de esa postrera clase para el balance y la
complicidad. “Bueno, parece que esto se acaba.” Pues sí, respondía lacónica.
“Siempre se echa de menos a alumnos como tú”. Acaso pretendía yo, a última
hora, profundizar en una relación que, si bien impecable, nunca se abrió a lo
personal. Ella sonreía pero no decía nada. Más bien se veía que limpiaba la flauta
con presteza para volver lo antes posible a su estudio. Acaso esperara yo
también un poco de jabón, y di otro paso: “Espero haber sido para ti un buen
profesor, que recuerdes las clases con cariño”. Ya se levantaba y enfilaba
hacia la puerta. Renuncié a los dos besos de rigor. “Suerte”, acerté a decir
mientras salía. Quedé taciturno. Tendrá que ser así, pensaba sin saber qué
pensar, sin saber si, sonido, digitación y demás aparte, quedará algo.
Lo
que queda de nosotros en los alumnos es algo que los profesores no podemos
saber. Pero consuela la certeza de que, como antes se dijo, de la experiencia
de la música siempre queda algo: un sentido de la disciplina y el compromiso,
la palabra que tal vez lo resuma todo, una semilla que tal vez brote cuando menos
se espere, y muchas otras cosas en las que acaso no reparemos, algunas de las
cuales enumera, con las mejores palabras, Enrique García Máiquez en memorable
aforismo: “La música me redime de las matemáticas que no sé, de los idiomas que
no hablo, de lo espiritual que no soy.”
Lo
que queda de los alumnos en nosotros es otro misterio. Y el hecho de no saber
cuantificarlo nos hace intuir que es más de lo que nunca podríamos sospechar. No
es el menor de estos dones la certeza que, como una corriente eléctrica, nos
despierta cada día y nos hace pensar, atónitos como el anciano de aquel dibujo
de Goya, “aún aprendo”.
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Los textos con margen más ancho pertenecen a Mitos y flautas (2013, La Isla de Siltolá) y al blog homónimo.