Ha aparecido una antología de “poetas de campo” (así
se subtitula) en la que el antólogo, el profesor y escritor Pedro M. Domene, ha
tenido a bien incluirme. Lo mejor es la compañía: Alejandro López Andrada,
Fermín Herrero, Reinaldo Jiménez, Josep M. Rodríguez, David Hernández
Sevillano, y dos jóvenes a los que no conocía, Hasier Larretxea y Gonzalo
Hermo. Tampoco había leído nada (y es para matarme) de Hernández Sevillano, y
conocer sus poemas no ha sido un regalo menor que el de ser antologado por
primera vez. Poemas como “En la ermita”, “Confesiones al oído de una mujer
enferma” y “Los motivos del poeta” son de los que no se olvidan y justifican
este oscuro mester, pues sí, “la vida pide versos / igual que la vejez pide
caricias.” Tanto Sevillano como Josep M. Rodríguez y un servidor hemos sido
englobados en la “generación intermedia”. Se ve que se acabó lo de “poeta joven”,
y me parece bien, tanto más cuanto no se me escapa que José Jiménez Lozano, por
poner un ejemplo, es a sus 88 años un poeta joven. “Y todo se reduce a seguir
vivo”, como advierte Josep M. Rodríguez, de quien se recogen poemas memorables
como “Indecisión”, “La charca” o “El corazón del bosque”. Leo en la nota
biográfica que Rodríguez y Sevillano, casi quintos pero uno y dos años más jóvenes
que yo, han publicado ya 6 y 7 libros de poemas respectivamente, y a la vez no me lo explico y me maravillo, claro. La generación de los más veteranos está representada por López Andrada,
de quien prefiero los poemas más recientes, y Fermín Herrero, cuyo poema “Catastro”
no me canso de leer, así como su poética introductoria. Me entusiasma menos el título de la
antología, ese “Neorrurales” que, si bien es un marbete que puede llamar la
atención por estar más o menos de moda, no deja de tener cierta connotación
peyorativa.
Títulos y generaciones aparte, lo que aquí se respira es el sentimiento de pertenencia a algo común, y, más allá de las creencias de cada uno, eso mismo es lo que ha impulsado cualquier manifestación del espíritu. Di hermano y entra.
Es la noche más corta, y perecea. Se entiende. ¿Quién
no se relaja cuando tiene poco trabajo? Se está bien en el parque. Han encendido
unas bombillas que hacen de él casi era. De vez en cuando se levanta un poco de
aire, y con él unas pocas cabezas. Un dúo toca una música suave que no
dificulta las conversaciones. Hay grupos de amigos y familias que han echado la
manta en la hierba. Este detalle me recuerda a la plaza de los Vosgos, pero cambiando
el vino y el champán por las cañas que sirven en una barra a precios populares. Voy por la cena de las niñas. Pronto cumplirán tres años. Entre trago y
bocado, me fijo en Laura. Aunque tal vez me deje engañar por esta luz inédita, veo algo nuevo en su cara. Se me ocurre, viéndola tan contenta, que éste
podría ser su primer recuerdo. No la situación, sino algún
detalle, las bombillas de fiesta de barrio, la música delicada, la cara de sus
padres aún jóvenes y fuertes. Y esa idea, enseguida intuición, se convierte en
certeza cuando miro el temblor de la primera estrella, que me dice que se puede entender lo incomprensible.
Sin dejar de ser un grupo muy poco conocido, Vacabou son de lo más aseado del magro panorama electropop español. Su primer disco, al que pertenece la canción de hoy, es de 2003, el mismo año en que Los Piratas se despedían con Dinero/Respuestas y Najwa Nimri publicaba Mayday, hitos todos de nuestra electrónicaorgánica, que no de baile (ese es otro cantar, y algún día pondremos algo). Tiene un mérito enorme sonar tan bien como este "Life as interference", a pesar de la limitación de las voces de sus dos componentes y el innecesario y soso puente que va de 3:15 a 4:35. Se nota y agradece la manufactura de pop de chambre. El bagaje de Vacabou es desigual. Sería una de esas bandas con las que hacer una playlist de cuatro temas y oirlos de vez en cuando. El segundo que más me gusta, "Someone, somewhere", ni siquiera se encuentra en Youtube. Sí EarthoSweetest curvy night.
Vacabou: "Life as interference" (de Vacabou, 2003)
Con la excusa de dejar la casa
amueblada, los anteriores dueños aprovecharon para relajarse un tanto en la
limpieza de la misma, legándonos, al amparo de un oportunista “por si acaso”,
una sarta de objetos de lo más variopintos, de esos que en cada escrutinio se
indultan a última hora para tirarlos si acaso la próxima vez: trapos que fueron
camisetas, enciclopedias de dudoso futuro o chirimbolos de toda laya: unas
figurillas si artesanales feas por aquí, unos peluches por allá, los aparejos
de la costura por acullá… Y claro está que habría que actuar con todo ello sin
contemplaciones, máxime cuando no las tuvimos con nuestros propios cachivaches en
una liberadora mudanza. Pero hay algo que a última hora hace dudar y devolver
tales joyas a su cajón, y acaso sea el respeto que imponen las ajenas vidas
entrevistas. Como si hubiera que preservar, aun desconociéndola, la vida que
llevaban en la casa sus antiguos moradores, no vayan a manifestarse sus
espíritus en pavorosas psicofonías y levitaciones.
Donde no había duda posible era en
la buhardilla, cuyo techo a dos aguas no encontraba el aire de la blancura
entre la barahúnda de posters, planos, recortes de prensa y pasquines en los
que Aznar y León de la Riva eran a un tiempo los más representados y los peor
parados. Había para casi todos, siempre que pertenecieran a esa bancada: la
Tocino, Espe, Lucas, la Patronal, la Cope… A esta oficina se sumaban un par de
corcheras repletas de pines, se puede decir que la mitad del PSOE y la UGT y la
otra mitad anti lo que fuera. Tal vez fueron las caricaturas más feroces, como
la del ex presidente con bigotillo hitleriano, tal vez la bandera del Che, lo
que llevó al dueño a confesar que su hijo militaba en el sindicato de
estudiantes. De tal palo, tal astilla, pensaba inevitablemente uno, por más que
poco antes la dueña, al explicarnos lo que abría cada llave, se esforzara en ocultar
con el puño el llavero de Juventudes o la FSP. No contentos con no dejar un
palmo de pared limpio, habían atiborrado de pegatinas los paneles laterales de
las estanterías. Mientras nos comentaban la posibilidad de abrir más troneras,
yo no podía evitar mirar de reojo. Alcalde,
¡antenas fuera! ¿Y para subir al tejado? Abajo el muro. Frente Polisario. Desde el patio. República es futuro. ¿Y hay una escalera
comunitaria? Esto tiene cura: ¡Estado
laico! Y así, claro, no había forma de enterarse de nada.
He quedado de rodríguez y vivo sin
vivir en mí calibrando las posibilidades, los sucesivos momentazos que me esperan. Ante un
augural pincho de tortilla hago planes a sabiendas de que al final de todo no quedará sino un
poso amargo por el imposible cumplimiento de la mayoría de ellos. Aún no me
importa. Hojeo la sección de cultura de El Norte de Castilla en busca de un
concierto. La orquesta de Castilla y León toca la tercera de Mahler. A pesar de
mi pereza ante el género sinfónico, me apetece, sobre todo por las
circunstancias de su composición. Cuando el autor encontró su remanso de
paz en una cabaña junto a un lago, vislumbró toda la música que había aún por
sacar al mundo; todo le valía (“Lo que me dicen las flores del prado”, “Lo que
me dicen los animales del bosque”, “Lo que me dice el amor”, subtitula los
movimientos). Un profesor que tuve, solista de la Nacional, reconocía a Mahler
chispazos de genio y momentos sublimes como los del célebre Adagietto de su
quinta sinfonía, pero entre esas alturas se extiende, venía a decir, la
perezosa meseta de su denso desarrollo instrumental. Sin embargo, sentado ante
un despacioso café, pienso que no me importará arrellanarme hora y media por
indagar qué tienen que ver conmigo esos meandros sonoros. Pero la cabra tira al
monte y, siendo viernes, tengo la esperanza de que toque un buen grupo en algún
bar, con lo que dejaría a Mahler en su cabaña. Aunque no es lo que buscaba, Jorge
Pardo actúa en una sala del Museo de Escultura. Su concierto, con grupo y
arreglos e improvisaciones “a partir” de Bach, me llama más.
He quedado a la una con Luis Guillermo Alonso. Hablar de salud –y es lo primero– con una persona de 78 años es
más que delicado. Como de costumbre, le dejo llevar la conversación, que recae
en nuestros poemas nuevos, sus paseos, los eventos poéticos a los que ha
asistido, los libros leídos. Parece que la publicación de Sentir tus pasos va bien encaminada. Nihil obstat. Para mi sorpresa, la
conversación recae en sus achaques. “Así estamos”. Piensa uno, ingenuo, que un
hombre que ha vivido siempre en la búsqueda de Dios pudiera temer menos a la
muerte. Pero una cosa es vivir en la fe y otra vivir sin miedo. Y tener fe no es encontrar, sino seguir buscando. Me impresiona
ese desvalimiento en un hombre tan bueno, en un poeta tan extraordinario como
secreto.
Con la comida no me complico. Sigo el
precepto, no tanto por rigor como por comodidad, de ventilar las sobras.
Llegado el caso, se descongela. Parece luego obligado tumbarse un rato y
recuperar algo del sueño acumulado durante la semana. Sí, he oído muchas veces
que el sueño no se recupera, pero yo sigo en mis trece con eso, sobre todo
cuando la echo hasta las siete y me despierto como unas flores. Llego con el
tiempo justo al concierto de Jorge Pardo y no hay entradas, ni tiempo para
llegar al auditorio donde Maite Beaumont dará voz al anhelo romántico de
Mahler. Pienso qué puedo hacer. Tomar algo solo, para qué habiendo fuentes. Sigo
el consejo de un verso de mi amigo poeta: “Mira la tarde”.
Un mirlo sobre el tejado del instituto José de Zorrilla deja en poca cosa los glisandos
del flautista y la coloratura de la cantante. Aunque alterna varias melodías,
hay una a la que vuelve siempre, su leitmotiv. Viéndole me parece increíble que
no se le mueva más que el pico, ajeno a las contorsiones sin las que un alma
humana no podría cantar ni tocar. En esas, suena de pronto una cochambre reggaetoniana
que sale de un minúsculo altavoz. Todo llama al espanto, incluidas las cuatro
chicas que se acercan con esa arma, rapeando o lo que sea la letra o lo que sea
de esa canción o lo que sea, gesticulando a la vez con brazos y manos, en las caras
también gran motivación. Huyo en dirección al antiguo hospital Río Hortega, hoy
ampliación del Clínico. Tiene una parte de vegetación tupida por la que camina
una cigüeña en busca de alimento. Son esas las cosas que reconcilian a uno con la
ciudad, y hay que reconocer que Valladolid está bonito, que se plantan muchos
árboles y se cuidan las zonas de recreo.
Estoy en el barrio de La Rondilla. Al pasar por delante del portal de una casa en la que viví decido dar ese rumbo
al paseo: recorrer mis pisos de alquiler en ese barrio. El primero en la calle
Cerrada; después, en escala descendente, Madre de Dios, Tirso de Molina,
Arzobispo Marcelo González y Licenciado Bellogín. Con ayuda del aire lavado por las lluvias de la tarde me voy llenando, los recuerdos
se agolpan y su pátina de irrealidad, amparada por la luz que ya cede, se pega al
sentimiento. Parece que no ocurrió lo recordado, al menos en esta vida. Tal vez
soñar…
The electric president: "Ten thousand lines" (de S/T, 2006)
Marear al personal con los avatares
hipotecarios de uno, con sus avances y sus desánimos, sus arreones y sus parones,
el tipo fijo y el variable, es algo que no haría ni a mi mejor amigo, salvo
quizá, ay, en noche de merluza. Pero sí me quiero reconocer que lidié ese miura
con buen talante, sin el ánimo escapista de la primera vez que me vi en
semejante tablado. Me daban las 3 de la madrugada consultando comparadores,
foros o lo que fuera en Rankia o Helpmycash. Nos habíamos dado desde el
contrato de arras dos meses para firmar, tiempo suficiente para aburrir arriba
y abajo las calles Miguel Íscar y María de Molina, donde se acumulan las
sucursales y los buscavidas habituales ya me conocían. Daba gusto entrar en una
de ellas y que a la sola mención de la palabra “hipoteca” llamaran al director,
que ceremonioso hacía pasar a uno a su despacho. El nuestro era, decían todos,
buen perfil. Había cierto placer en esa concupiscencia de ir a Liberbank
faroleando con una supuesta oferta de Bankia para ir luego a Bankia faroleando
con una supuesta oferta de Liberbank, sabiendo que si bien el banco nunca va a
perder, se trata de que al menos pierda uno lo menos posible. Tampoco nos vamos a poner anticapitalistas a estas alturas; que me digan de dónde sacaría sin el banco las
perras para pagar el casoplón.
Los candidatos se habían reducido a dos.
Cuando ya me había hecho a la idea de un préstamo con un tipo de interés muy
bueno pero con el inconveniente de una vinculación farragosa, una última
intentona con un banco con el que no había probado despejó todo recelo. Cuando estaba
todo hablado llegó lo más engorroso, la dilación por las oportunísimas
vacaciones del gestor con el que había tratado. Visto lo visto, habría sido mejor
resignarse a esperar esa semana, pero tuvo uno la natural pretensión de que
otro trabajador del banco siguiera con los trámites, que ya sólo eran éso, trámites:
enviarme la oferta vinculante una vez recibido el informe del tasador. El de la
inmobiliaria me aseguraba que ese paso era automático, pero el nuevo gestor me
daba largas y empezó enredar con el seguro de hogar. Yo comenzaba a sospechar
que no intentaba sino ganar tiempo hasta que volviera su compañero, haciendo
que hacía. Debo decir a este respecto, y voy contra mi interés al confesarlo,
que la calvicie del individuo del que hablo me reveló desde el principio la mentira de
sus actos, acaso por desnudar la avilantez de su mirada. Al fin, ante mi
insistencia, no tuvo más remedio que enviarme la vinculante, y si yo quedé de
piedra al comprobar que, siendo jueves, el documento tenía fecha del lunes, él quedó
como unas heces cuando, tras llamarle embustero, puse el dedo sobre la prueba de
su mentira.
A pesar de esta mala experiencia,
debo decir que el trato con la gente resultó aleccionador. Era bueno hablar con
cuantos más mejor, porque aunque no interesaran sus condiciones a veces daban
informaciones útiles. En Ibercaja traté con un hombre flemático donde los haya
(“Parsi”), que me hizo ver algo tan evidente como que para los
funcionarios, beneficiarios de pensiones de viudedad o invalidez, un seguro de
vida no tiene el mismo sentido que para los que no lo son. "No se trata de forrarse si al otro le pasa algo, sino de poder afrontar la deuda". Aportaba a sus consideraciones un aspecto humano que me pareció insólito en ese ámbito. Se veía que era un buen hombre y que creía en la familia. En Liberbank me
llamó la atención la juventud del director. Ganó, y esto es bien difícil, mi
plena confianza, y acabamos casi amigos. Habiendo estado muy cerca de conseguir
nuestra hipoteca, se tomó con una deportividad admirable mi decisión de hacerla
con otro. En BBVA me atendió un hombre que volvía del descanso, y su
jovialidad, no sin un tanto de vino, me brindó una lección intensiva de economía
tocante a los préstamos, con el valor añadido de que, cosa que por razones
evidentes todo el mundo se cuida de hacer, se animaba a dar consejos.
La mañana de la firma era deliciosa. En el Campo Grande, junto al aviario, el jubilado de siempre daba de comer de su mano a las ardillas, a las palomas y a un carbonero muy valiente. La mañana tan limpia me decía que bien hecho, que adelante.