He quedado de rodríguez y vivo sin
vivir en mí calibrando las posibilidades, los sucesivos momentazos que me esperan. Ante un
augural pincho de tortilla hago planes a sabiendas de que al final de todo no quedará sino un
poso amargo por el imposible cumplimiento de la mayoría de ellos. Aún no me
importa. Hojeo la sección de cultura de El Norte de Castilla en busca de un
concierto. La orquesta de Castilla y León toca la tercera de Mahler. A pesar de
mi pereza ante el género sinfónico, me apetece, sobre todo por las
circunstancias de su composición. Cuando el autor encontró su remanso de
paz en una cabaña junto a un lago, vislumbró toda la música que había aún por
sacar al mundo; todo le valía (“Lo que me dicen las flores del prado”, “Lo que
me dicen los animales del bosque”, “Lo que me dice el amor”, subtitula los
movimientos). Un profesor que tuve, solista de la Nacional, reconocía a Mahler
chispazos de genio y momentos sublimes como los del célebre Adagietto de su
quinta sinfonía, pero entre esas alturas se extiende, venía a decir, la
perezosa meseta de su denso desarrollo instrumental. Sin embargo, sentado ante
un despacioso café, pienso que no me importará arrellanarme hora y media por
indagar qué tienen que ver conmigo esos meandros sonoros. Pero la cabra tira al
monte y, siendo viernes, tengo la esperanza de que toque un buen grupo en algún
bar, con lo que dejaría a Mahler en su cabaña. Aunque no es lo que buscaba, Jorge
Pardo actúa en una sala del Museo de Escultura. Su concierto, con grupo y
arreglos e improvisaciones “a partir” de Bach, me llama más.
He quedado a la una con Luis Guillermo Alonso. Hablar de salud –y es lo primero– con una persona de 78 años es
más que delicado. Como de costumbre, le dejo llevar la conversación, que recae
en nuestros poemas nuevos, sus paseos, los eventos poéticos a los que ha
asistido, los libros leídos. Parece que la publicación de Sentir tus pasos va bien encaminada. Nihil obstat. Para mi sorpresa, la
conversación recae en sus achaques. “Así estamos”. Piensa uno, ingenuo, que un
hombre que ha vivido siempre en la búsqueda de Dios pudiera temer menos a la
muerte. Pero una cosa es vivir en la fe y otra vivir sin miedo. Y tener fe no es encontrar, sino seguir buscando. Me impresiona
ese desvalimiento en un hombre tan bueno, en un poeta tan extraordinario como
secreto.
Con la comida no me complico. Sigo el
precepto, no tanto por rigor como por comodidad, de ventilar las sobras.
Llegado el caso, se descongela. Parece luego obligado tumbarse un rato y
recuperar algo del sueño acumulado durante la semana. Sí, he oído muchas veces
que el sueño no se recupera, pero yo sigo en mis trece con eso, sobre todo
cuando la echo hasta las siete y me despierto como unas flores. Llego con el
tiempo justo al concierto de Jorge Pardo y no hay entradas, ni tiempo para
llegar al auditorio donde Maite Beaumont dará voz al anhelo romántico de
Mahler. Pienso qué puedo hacer. Tomar algo solo, para qué habiendo fuentes. Sigo
el consejo de un verso de mi amigo poeta: “Mira la tarde”.
Un mirlo sobre el tejado del instituto José de Zorrilla deja en poca cosa los glisandos
del flautista y la coloratura de la cantante. Aunque alterna varias melodías,
hay una a la que vuelve siempre, su leitmotiv. Viéndole me parece increíble que
no se le mueva más que el pico, ajeno a las contorsiones sin las que un alma
humana no podría cantar ni tocar. En esas, suena de pronto una cochambre reggaetoniana
que sale de un minúsculo altavoz. Todo llama al espanto, incluidas las cuatro
chicas que se acercan con esa arma, rapeando o lo que sea la letra o lo que sea
de esa canción o lo que sea, gesticulando a la vez con brazos y manos, en las caras
también gran motivación. Huyo en dirección al antiguo hospital Río Hortega, hoy
ampliación del Clínico. Tiene una parte de vegetación tupida por la que camina
una cigüeña en busca de alimento. Son esas las cosas que reconcilian a uno con la
ciudad, y hay que reconocer que Valladolid está bonito, que se plantan muchos
árboles y se cuidan las zonas de recreo.
Estoy en el barrio de La Rondilla. Al pasar por delante del portal de una casa en la que viví decido dar ese rumbo
al paseo: recorrer mis pisos de alquiler en ese barrio. El primero en la calle
Cerrada; después, en escala descendente, Madre de Dios, Tirso de Molina,
Arzobispo Marcelo González y Licenciado Bellogín. Con ayuda del aire lavado por las lluvias de la tarde me voy llenando, los recuerdos
se agolpan y su pátina de irrealidad, amparada por la luz que ya cede, se pega al
sentimiento. Parece que no ocurrió lo recordado, al menos en esta vida. Tal vez
soñar…
The electric president: "Ten thousand lines" (de S/T, 2006)
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