Regresaba a casa pagado, con el íntimo botín de un delicioso
momento en la plaza del grano por la tarde, cuando en el parque de
San Francisco topé con una paloma muerta. Demudado, vi venir hacia mí a
dos mujeres y una niña con la gracia natural de quien aún hace
garabato de su cuerpo. La veía con pánico acercarse saltando al
bulto negro. Pero pasó de largo y sus ojos siguieron siendo verdes
–¿por cuánto tiempo?–
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