“Comunicados
permanentemente, ¿cuándo diablos pensaremos?”, se pregunta Andrés
Neuman en El equilibrista, colección de aforismos memorables.
Le
parece a uno importante no dejar de buscar esos momentos de soledad
en que se convierte conscientemente en compañía de sí, en los que
cuaja la reflexión –a veces vaga, a veces definida– que propicia
tantas veces nuestras decisiones más importantes.
Uno de esos momentos, irrenunciable
para mí, es el del paseo a casa desde el trabajo, casi siempre de
noche. Cuando hay buena luna, o el cielo, encapotado, refleja la luz
de la ciudad, dejo el iluminado camino de tierra y atravieso uno de
esos pocos solares sin ajardinar, inicialmente destinado a
edificación. Si hay cielo raso, al amparo de la oscuridad se puede
observar mejor la bóveda. Entonces me detengo y me hago la ilusión
de que estoy en Vegabaño, y siento esa congoja que nos sobrevenía a
mí y a mis hermanos recién apagada la hoguera, o pienso que vago
por un prado lavado por el mar cerca de Cue. Hasta puedo escuchar la
respiración del oleaje en el tráfico de la ronda. Alguna vez me
sobresalta el sobresalto de un conejo, o me paro a orinar junto a un corro
de lepiotas que han decidido levantar ahí mismo, sin licencia
municipal, su propia urbanización.
Pienso entonces que ese calor regalado merecería ser correspondido.
Acaso –ojalá– un poema, cuyo fin y principio podría ser este
verso que, desde hace tantos años, aguarda como una novia las medidas palabras que den sentido cumplido a su existencia: “Mientras pise
la hierba estaré bien.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario