domingo, 6 de noviembre de 2011

MIDNIGHT IN PARIS


Fui a ver Midnight in Paris animado por las reseñas de dos críticos fiables (fiables para el gusto de uno, se entiende) que aseveraban que su director, en esta su cuadragésima película, había recuperado la forma perdida tras Match Point o incluso antes. Lo que lastraba alguno de sus últimos patinazos era, para uno, el patético intento de que otro actor hiciera el papel de Allen. Imposible. Pero no es esa fallida encarnación, más bien suplantación, lo que echa abajo Midnight in Paris. En realidad no se viene abajo; al contrario, se va levantando de un principio una vez más decepcionante, y aún sonrojante. ¿Cómo lo diría? ¿Es necesario, es creíble, que los protagonistas de todas las películas de Woody Allen titubeen al inicio de cada frase (“Po po po po podríamos irnos”)? Me queda la duda de si ello ha de ir en el debe del director o de los dobladores. Pero eso, que no pasa de anécdota, no es lo peor. Lo peor es, una vez más, la colección de tópicos que tenemos que oir sobre la ciudad de la luz, la pintura, la literatura o el vino, expresión de un petulante barniz cultural personalizado sobre todo en el personaje de Paul Bates. ¿No se da cuenta Mr. Allen de lo vergonzante de algunas frases y escenas? Si no se da cuenta, malo; si se da cuenta, peor, pues ¿pretende que nos riamos con caricatura tan poco sutil, con patochadas como “Este vino tiene una pizca más de taninos que el del 59. Prefiero una nota ahumada a afrutada”?

       Sin embargo, poco a poco, sucede el milagro. A medida que el ingenioso guión va restando minutaje a los personajes contemporáneos del protagonista, la película logra lo que parecía imposible, y, paradójicamente, va cobrando verosimilitud a medida que se adentra en la ficción y nos introduce en la bohemia del París de los años 20 primero y de la Belle Époque después, en una suerte de viaje en el tiempo cuyo desencadenante no nos es dado conocer (genial la ocurrencia de hacer aparecer al despistado detective en el Versalles de Luis XVI). Estos sucesivos laberintos nos conducen, al cabo, al manriqueño lugar común, este sí universal, de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

        En suma, una buena idea y una película si no mala sí irregular, pero con la que Woody Allen logra lo que ya no esperábamos de él, regalarnos unos instantes de magia que compartimos con entusiasmo al salir del cine, y que nos acompañan de regreso a casa como el polvo de la mariposa que tuvimos un instante entre los dedos antes de soltarla.

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