Regresábamos
a España después de una reparadora semana en Portugal. A los naturales
encantos de aquel país, a la amabilidad de su gente y a su respeto
por la tradición, añadiría yo la naturalidad en el acto de
alimentarse, el no pretender convertir en arte la primera de nuestras
necesidades. Allí uno puede comer por siete u ocho euros un prato
do dia que incluye, además de una carne o un pescado con su
guarnición de arroz, patatas o ensalada, la bebida y el postre, y a
veces el café. Se me dirá que en España también tenemos nuestro
menú del día, aunque a un precio algo mayor. La diferencia es que
en Portugal la lacra de la nouvelle cuisine aún
no se ha propagado allende los cenáculos finos, mientras que
aquí siempre existe la amenaza de que el más remoto bar de
carretera pretenda pasar por tal. Y ya sabemos que de elegante a
hortera hay una raya de lápiz.
Regresábamos a España, decía, y lo avanzado de la hora nos llevó
a tomar la salida hacia el primer restaurante que viéramos
señalizado. Quiso el azar que diéramos con nuestras tripas en el
Asador´s Jose, “la cuna del buen comer en el asador de los
sibaritas”, según rezaba uno de los coloridos folletos
promocionales que a la entrada del mismo había. Era un lugar
incalificable. Al entrar quedamos boquiabiertos ante la pintoresca
decoración que embutía cada rincón del inmenso y laberíntico
local, en una suerte de horror vacui deudor del barroquizante atrezzo
de los restaurantes chinos. Llamaban la atención, desde luego, las
reproducciones de cartón piedra, algunas de tamaño natural, de un
gorila aquí o una jirafa allá, pero destacaba el gran número de
vacas pequeñas pintadas con colores chillones a las que hacía
referencia el folleto: en un tamaño de letra mayor que el del propio
nombre del restaurante se leía: “A POR EL GUINNESS. Asador´s Jose
estará muy pronto en el libro Guinness de los récords no por las
más de 200 vaquillas que hay en nuestros comedores, sino por sus más
de 350 platos y su innovadora carta.” En la parte de atrás del
díptico, que no tenía desperdicio, se leía una especie de poema
encabezado por este estremecedor pareado: “Este Asador´s de amor,
/ este ligero beso de la tierra, que mi boca besa...” Y en las dos
páginas interiores, los nombres de los diferentes salones (salón
del sibarita, salón del glamour, salón del asadito, salón de la
bodeguita y -no podía faltar- sala vip); la sorprendente oferta de
carnes exóticas a la brasa (de cocodrilo, canguro, bisonte, camello,
avestruz, ñu, caballo, cebra y potro); y las novedades, en las que,
entre otras ocurrencias, nos llamó la atención la ensalada de
pétalos de flores. Aún había espacio para una frase con ínfulas
filosóficas, auténtica y temible declaración de intenciones,
atribuida a una tal J.M.B. (imagino que el dueño del tinglado): “Si
todos los hombres se alimentan, solamente unos pocos saben comer, y
es con la reflexión, con el pensamiento como debemos elegir nuestros
platos, y con la imaginación degustarlos”. Con todas estas
tonterías nos íbamos poniendo en lo peor y tentándonos la cartera.
Dadas
las dificultades planteadas para elegir plato de entre los cientos
que había en dicha carta de Guinness, resolvimos pedir tres tablas y
dos ensaladas, ante la preocupación patéticamente pintada en la
cara de la camarera que nos sirvió, que nos aconsejaba que
pidiéramos otra tabla más, pues creía que nos quedábamos “un
poquito cortos”, consejo que no seguimos y cosa que no sucedió. Y
eso que no contábamos con que la ensalada de gambas y etcétera
tuviera el número mínimo de ellas para justificar ese plural, es
decir, dos, ni con que el contenido de la otra hubiera cabido en un
plato la mitad de grande. El problema, con todo, no era de cantidad.
Como quiera que continuamente preguntaba cada empleado que pasaba por
allí qué tal iba la cosa, hubo que acabar diciéndoles que
la carne no era buena y estaba mal cocinada, ante lo cual lo único
que se les ocurrió decirnos era que podían pasarla un poco más.
Fue tal vez por ello que, al finalizar, se llegó hasta nuestra mesa
un camarero con una botella de champán -abierta- a la que invitaba
la casa, invitación que no venía a cuento y que declinamos,
pidiendo la cuenta.
Salimos
del local hora y media después de haber entrado (enojoso retraso
dado el largo camino que todavía teníamos por delante), habiéndonos
gastado cada uno tres veces más que en Oporto el día anterior y
execrando la plaga de restauradores modernos y
artistizantes que no saben dar al cliente lo que quiere y se
desviven por darle lo que no quiere, y que además -y es lo más
insufrible- pretenden hacerle sentir tacaño para mayor beneficio.
Como
en esos restaurantes de menú donde, acabado el segundo plato, le
preguntan a uno si va a tomar postre. Un día, como quiera que la
comida había sido horrenda, contesté -mal hecho-: “Naturalmente
que voy a tomar postre, ¿o no lo voy a pagar? Yo donde pago cago”.
Jejejej, vaya lugar del averno, ni jartos nos dejamos caer por allí....o sí, pero para vivir una chaMza peculiar...., En tal caso que no nos cobren....
ResponderEliminarJejejej, vaya lugar del averno, ni jartos nos dejamos caer por allí....o sí, pero para vivir una chaMza peculiar...., En tal caso que no nos cobren....
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