lunes, 7 de octubre de 2013

DE SILENCIOS Y FINALES

    Cuántas veces habremos pensado lo ameno que sería armar libros temáticos de poesía. Escoger un asunto (la luz, el mar, los árboles, los niños) y poner a parlar a versos de todo pelaje, época y lugar. Se ha publicado uno de estos libros, con la particularidad de que sus poemas han sido escritos por autores españoles nacidos en el siglo XX. Vida callada es, por decirlo mal y pronto, un libro sobre el silencio. Es un buen libro. En el prólogo, el poeta Antonio Moreno, que es quien hace la selección, escribe: “Acaso el poeta más avisado sabe que el poema verdadero nace cuando las palabras del suyo acaban.” Algo parecido recordamos haber leído en José Luis García Martín: “La obra maestra de cualquier poeta es el silencio que sigue a su último verso.”

Pero la calidad de ese silencio, su textura, si pudiera decirse, depende de aquel último verso, y es ese silencio distinto después de un final que concluye que después de un final que pregunta. Final que pregunta es por ejemplo el de “Rama desnuda”, de Andrés Trapiello; hasta ese último verso es “sólo” un poema memorable. Pero cuando el poeta, después de sorprenderse de que la rama que ha podado en el invierno se haya llenado de brotes con la primavera, se pregunta: “Y tú, mi viejo corazón, ¿no aprendes?”, lo lleva más lejos –más alto– al convertir la naturaleza, su observación, en espejo de su sentir y el de todos, con no menor belleza y verdad que lo hiciera Machado con su olmo seco. También pregunta el final de “Amandiño”, en el que Miguel d´Ors, tras recordar interpelándolo al amigo de un verano, se pregunta: “qué habrá sido de ti, qué habrá sido de mí”. Y sí, qué habrá sido de mí, reflexiona emocionado y confuso el lector. Igual de suspensos quedamos al leer aquel poema de José Cereijo que comienza “Armónico murmullo de las hojas”, para seguir enumerando primores de la tarde como las flechas palpitantes del canto de los pájaros, el aroma de las flores o la hondura del crepúsculo, para concluir: “Escucha, siente, mira, goza, aprende: / todo esto tiene que morir, y canta.” Estos finales, que dicen más de lo que dicen y despiertan en nosotros un callado oh, tienen la virtud añadida de dejar abierta una generosa puerta para que cada cual complete el poema según su experiencia. Hacen bueno el aforismo de JRJ según el cual lo entrevisto se ve mejor y dura más que lo visto. A mí me gusta comparar el silencio que resuena tras estos finales con el que sucede a la detonación de un arma de fuego. 

    Hay otros finales que abrochan el poema, resumiéndolo, cerrando el círculo, como si dijéramos; así el de “Despedida”, de José Luis García Martín; en él, tras resignarse ante la pérdida de su joven amada, el poeta acierta a consolarse pensando en lo que conservará atesorado en la memoria (“pero cuánto me dejas al dejarme…”), que es el mismo caudal que habría ido perdiendo, acaso más dolorosamente, de tenerla a su lado, para terminar con otra memorable paradoja: “Siempre joven serás en mi recuerdo: / fíjate cuánto gano si te pierdo.” En “Desencanto”, Francisco Bejarano nos convence de que no es pose banal la melancolía, sino que “es cierta la nostalgia”, que las “distantes historias recobradas” deberían estar o más cerca, para poder volver a ser posibles, o más lejos, para no seguir trastornándonos con su posibilidad, para concluir: “No es posible vivir sin lamentarlo.” Otro final concluyente es el de “Batería”, en el que Julio Martínez Mesanza resume la injusticia que toda guerra encierra; el dístico final sintetiza la idea que han apuntado los versos que lo preceden: “cada uno es responsable de su parte / y nadie es responsable del estrago.” A estos finales le gusta a uno compararlos con el emboque sonoro, seco y decidido de la bola negra en la tronera. No los compararía uno, como ha leído últimamente en no sé qué fanzine posmoderno, con el puñetazo que deja al lector en la lona: no se trata de noquear ni de epatar, sino de convencer, más bien de persuadir.

    Sea como fuere, los finales son importantes, acaso lo que más en un poema... siempre que hayamos sido capaces de llegar a ellos. Por eso empieza uno sus poemas siempre que puede por el final, sin el cual me obligo a no continuar. Antes de echar a andar tiene uno que saber a dónde quiere llegar. Otra cosa es caminar al tuntún. Bien para un paseo (de hecho son los mejores paseos), malo para la literatura, nefasto para la poesía. Los finales sentenciosos, con marchamo de aforismo, facilitan que el poema quede en la memoria. Por eso siente uno el aforismo un género más cercano a la poesía que a la prosa, igual que las greguerías. Eso sí, como deformación si no profesional sí de género podría tomarse aplicar a la prosa la manía de los finales rotundos, ya sean carambolescos o detonantes, así que dejaremos esta así, lo que agradecerá sin duda mi cabeza, que empezaba a echar humo.

2 comentarios:

  1. Abrumado por las posibilidades de aprendizaje que encierran sus reflexiones,agradezco el humo de su cabeza que con chispa incorporada prende en la mía para curiosear en los autores que cita.¿Podría cambiarse la comparativa del arma de fuego por la tormenta?.Fantástica la del emboque en la tronera;sonoro,seco,decidido,...definitivo,permítame.Al billar podría competir con vd..Gracias Sr.Fernández.

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  2. Naturalmente, aceptamos tormenta... y definitivo, faltaría más; además está muy bien tirado.

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